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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Quito: caldo de cultivo

04 de abril de 2016

Jaime Durán Barba ha causado revuelo por contar qué hubo tras la idea de hacer a Mauricio Rodas alcalde de Quito en 2014. Sus revelaciones sulfuran a ciertos grupos porque Durán, dicen, subestima la capacidad de los quiteños para dilucidar argumentos, visiones y percepciones en una coyuntura electoral como la que se vivió en Quito a fines de 2013 y principios de 2014.

Esos grupos olvidan que en determinados períodos de sensibilidad política las metodologías de las campañas electorales existen y funcionan porque están basadas no solo en encuestas aleatorias sino en estudios de psicología aplicada, es decir, ese termómetro que mide los altos y bajos de la idiosincrasia social, ya sea de una ciudad o un país dependiendo de las variables de subjetividad que se llegan a conocer por obra y gracia de esos mismos estudios. Además, ayuda la capacidad y sagacidad que tienen algunos expertos para observar, atentamente, los prejuicios que generalmente asumen y nutren las clases sociales que conducen el sentido de la opinión pública, en este caso, los prejuicios de un sector social de Quito.

Lo que duele al parecer no es que Jaime Durán revele sus trampas, sino que varios sectores se sientan menospreciados en su condición de seres pensantes (y racionales) respecto de lo que le conviene o no a Quito; o respecto de la manipulación de una campaña que aprovechó la vergonzante anemia ideológica de la capital.

Por tanto, yo me inquietaría más de saber por qué, por ejemplo, no se ha reparado en el tipo de ideología que funda la quiteñidad que tanto defendían los seguidores de Mauricio Rodas, y que sirvió de anzuelo para que Jaime Durán capte por dónde debía ir el discurso fácil del proselitismo de su candidato. En esa ideología, ampliamente difundida y encapsulada en el verbo común de la clase media quiteña –que da a luz puntuales pero influyentes matrices de opinión en la capital–, se halla una de las claves que sostiene la inveterada costumbre de hacer lucir a Quito como una ciudad que toma decisiones razonables y fieles a su espíritu de resistencia (popular).

A estas alturas ya sabemos de la maleabilidad de la idiosincrasia quiteña; no solo porque reacciona y resuelve de acuerdo al malestar de sus capas sociales de prestigio, sino porque no acepta que su ideal ciudadano está dotado de una mítica rebeldía asociada –siempre– a los sectores populares de la antigua colonia. El hilo conductor de una tradición de insurrección, aunque suene discordante, se rompe cuando se instala en la ciudad el hálito de la neocolonización en esferas tan delicadas como la educación y/o los íconos culturales. Nada de esto es producto del azar o de la perversidad de Durán Barba.

Por el contrario, abrir con bisturí las vergüenzas recicladas de las élites, y transmitir su virus a otro cuerpo social de la ciudad, da como resultado algo espantoso: Rodas alcalde. Quizá Jaime Durán solamente limpió el espejo empañado en el que muchos se veían gentiles y finos, pero tan manejables, tan vulnerables, tan prejuiciosos. Caldo de cultivo maravilloso para alguien que se divierte con la ignorancia de las élites y la ingenuidad de las masas. (O)

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