Sucede que los jóvenes tienen la cabeza llena de sueños y, a veces, en minutos, sin saberse cómo ni por qué, terminan con la cabeza llena de plomo. Ha sucedido, con horrorosa frecuencia, desde 1970, en los EE.UU.
De repente aparecen ángeles de la muerte que entran a un colegio o a una universidad, y acaban con la vida de todos los que pueden, y la cafetería y las aulas y los corredores quedan cubiertos de sangre, de libros desparramados, de lentes rotos, de cuerpos que nunca más volverán a soñar.
Son tragedias que, sin importar que sean lejanas, cada vez deberían conmover más, aunque cada vez conmuevan menos.
Una apacible y promisoria mañana de primavera de 1999, en Colorado, EE.UU, fue rota cuando dos jóvenes estudiantes de Columbine High School entraron armados de rifles de asalto y dispararon contra sus compañeros y maestros, dejaron 13 muertos y luego se suicidaron.
¿Razones? Ninguna, por supuesto. ¿Causas? Algunos dicen que muchas armas y mucha televisión. Y ninguna esperanza de una vida edificante, agregan otros. Y en el 2016, un joven impresionado por la fama que alcanzaron los asesinos de Columbine High School, quiso imitarlos.
Se llamaba James Newman, tenía 14 años, y entró a su escuela en Nevada, y empezó a disparar contra sus compañeros. Alcanzó a herir a dos antes de que la estampida dejara vacío el corredor.
En ese momento, Jencie Fagan, una profesora, en vez de ocultarse o salir corriendo, caminó por el pasillo en dirección al joven que llevaba el arma desplegada, buscando nuevas víctimas.
“¿Vas a dispararme, James?” le dijo, con voz serena, cuando lo tuvo a varios metros. El muchacho no respondió. Levantó el arma a la altura de la cabeza de la profesora, y cerró un ojo para apuntar mejor.
Jencie Fagan no se detuvo. “Apunta bien”, le dijo. “Porque si fallas en el disparo, te voy a dar un abrazo.” El joven se quedó paralizado y enseguida bajó el arma. “Ahora déjala caer, porque necesito que también me abraces”, insistió la mujer.
Caminó dos pasos más, y lo abrazó mientras el joven dejaba caer el arma para poder devolver el abrazo y aferrarse a ella, llorando.
Nunca se sabrá cuántas vidas salvó Jencie Fagan aquella mañana. Y aunque no estuvimos presentes en aquel momento, recordar su valentía, ayuda también a vivir.
En ajedrez, también, cuando una dama se atreve al sacrificio, se alcanza la máxima belleza.
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