¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed, hasta aquí el agua? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire, hasta aquí el fuego? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor, hasta aquí el odio? ¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre, hasta aquí no?
Solo la esperanza tiene las rodillas nítidas.
Sangran
(Juan Gelman)
El asesinato de Eloy Alfaro, cometido en enero de 1912, no fue un crimen con razón individual; lo mató una clase social conformada por banqueros, grandes comerciantes, terratenientes y curas ultramontanos, por medio de gente enajenada y posiblemente pagada. Está claro, no buscaban su humanidad, buscaban desaparecer su fuerza intemporal, que suscitaba la idea de poder popular. La oligarquía burguesa-terrateniente no le perdonó a Alfaro: la honradez, la regulación del comercio importador, la politización y la movilidad social. La gran obra de Alfaro fue haber cambiado la correlación de fuerzas y transformado el mapa de actores políticos, creando las condiciones para la organización urbano popular. Alfredo Pareja dijo con acierto, que a la burguesía mercantil de nuestro país le asustaban más reformas y deseaba “la dulce tranquilidad de los negocios”.
No obstante que en términos de clase social se reconoce a la burguesía como la propulsora del crimen, los tres actores que ejecutaron el designio fueron la prensa reaccionaria, el presidente Carlos Freile Zaldumbide y Leonidas Plaza Gutiérrez, el traidor. Así lo consignaron con racionalidad Pío Jaramillo Alvarado, Olmedo Alfaro y José Peralta. En efecto, el 22 de enero, Freile, quien había sido Vicepresidente de Alfaro y entonces presidía el gobierno, dispuso a Leonidas Plaza que, a pesar de la capitulación, enviara los presos a Quito, porque era necesario “exterminar de una vez para siempre los elementos sediciosos”.
Plaza cumplió la orden como si fuera el eco de su deseo, conociendo de cerca la existencia de un propósito, que además había sido público el 18 de enero, a través de una lista de los que serían asesinados, la misma que empezaba con el nombre de don Eloy Alfaro. Días después de la ‘Hoguera Bárbara’, que terminó en el Ejido, Olmedo Alfaro publicó una denuncia documentada, que culminaba con esta acusación directa: “Puesta la mano sobre la conciencia, yo acuso del salvaje asesinato perpetrado en la persona de mi padre, en primer lugar al general Leonidas Plaza Gutiérrez, en segundo lugar el doctor Carlos Freile Zaldumbide…”.
Después del escalofriante suceso del 28 de enero de 1912, no hubo un solo preso, la impunidad fue absoluta. Alrededor de mil páginas de un teatro de juicio quedaron ahí varios años, hasta que el joven intelectual lojano Pío Jaramillo Alvarado, en calidad de fiscal, lo abrió nuevamente en 1919 y dictaminó: “En afán de justicia mantengo ante la opinión nacional, y acuso ante la historia la responsabilidad del gobierno del señor Carlos Freile Zaldumbide del asesinato de Alfaro y sus radicales”.
Más allá de la impunidad y de los afanes de la oligarquía cínica, para procurar la desmemoria colectiva, como si se oyera cada vez y cuando la voz del poeta Pedro Jorge Vera, Alfaro se quedó en la memoria popular, rescatando “la flor, el aire y el arado” y transformado en símbolo suscitador de la lucha popular, dotado de su propia energía y razón. (O)