¡Qué homenaje banalizado ni qué ocho cuartos! Al final el aplauso no nos devuelve aquello que solo tú podías hacer: mimetizar el sonido de las cuerdas con las de un tambor de chocolate tocado por un soldadito de dulce. Cómo duele tu partida, querido Hugo; se siente como si fuera no solo la muerte de tus huesos, sino la muerte de la guitarra. Se siente como un espasmo producido ante la sola posibilidad de no volver a escuchar el relato acústico de tu ‘Batalla del Pichincha’, de tu Sinfonía triste en La menor, de tu Canto a América india y de tu Alborada.
Recordamos Hugo, que volvías breve desde el otro mundo y te desempinabas de los Andes para llegar con tu sencillez de siempre a la pequeña ciudad-pueblo a brindar tus conciertos con la misma fuerza de aquellos que dabas en las más grandes ciudades de Europa, donde consagraste la gloria de tu guitarra flamenca. Colocabas el estuche con la magia adentro, en el rincón más alto posible, casi en el cielo del pequeño entresuelo de madera. Y después… la vuelta del diapasón a tierra, el ritual del silencio, el afinamiento y el ensayo ante los oídos incrédulos de los habitantes de aquella casa donde vivían dos tiempos.
Cómo era posible que las cuerdas sonaran como tambor y guitarra; cómo era posible que esas manos huesudas viajaran tan rápido haciendo trapecios, cómo era posible que el sonido fuera a la vez flamenco y pasillero, retumbe de madera y silbido de pájaros. Cómo era posible que tan grande guitarrista viniera de tan lejos para sonar en el mundo de campesinos y de poetas periféricos; tan cerca del mar y la montaña, tan envueltos en la tropicalidad de septiembre.
Está en la memoria el día de aquel encuentro en soledad. Gracias, Hugo, por el privilegio de aquel concierto que diste por casi una hora a la mujer de la esclerosis múltiple. La esclerosis es aquella perversidad que carcome la mielina: hay que imaginar cómo habrá penetrado el sonido de la guitarra en aquella mielina ausente, hasta convertirla en tarde feliz.
Por nuestra parte, querido Hugo, te escucharemos siempre y nos quejaremos cada vez, porque el más fino sonido virtual de tu guitarra, no reemplazará tus arpegios reales acompañados de la gestualidad y el dramatismo de tu rostro, como mano creando el sonido.
Hugo Oquendo Silva (1929-2016), te conocieron como el Paganini de la Guitarra cuando rotas las dos cuerdas, pudiste generar armonía en el silencio y tu legado fue posado en la Catedral de la Música, Museo Escala de Milán. Te consagraron en los grandes teatros, porque interpretaste y creaste música de dioses, tocaste en los recovecos de la Capilla Sixtina y en 4.000 mundos más.
Habla Hugo, habla y di: Para el artista no hay edad porque sin envejecer, ambos, artista y obra, se transforman. Toco la guitarra y eso es más que suficiente para elevar y purificar mi espíritu, porque allí en cada nota, en cada melodía, está viva, palpitando, la poesía, la pintura; todos los destellos y milagros del arte.
No sé al final, querido Hugo, quién era más humano, si tú o tu guitarra de Málaga. (O)