La tristeza por el bien ajeno es floreciente y poderosa en toda democracia, y en el Ecuador más que en ninguna parte. Los insustanciales observadores de la senda llena de abrojos que recorrió Rafael Vicente Correa Delgado desde el punto del cual partió son incapaces de encontrar hechos significativos que les permita anunciar por conjetura el destacadísimo rol que él lograría en la historia del Ecuador.
Pero analistas capaces e imparciales concluirán que toda la individualidad y esencia del indiscutido líder de la Revolución Ciudadana siempre estuvo contenida en los fuertes lazos de fidelidad a las convicciones, en la confianza a conjeturar lo que ha de suceder y en la infatigable capacidad de trabajo.
Quienes tuvieron oportunidad de tratarlo en su juventud recuerdan que peleó, palmo a palmo, por el reconocimiento de su valía. Sin jamás importarle cuántos eran los que reconocían sus primeros destellos de grande y único.
El exigente reclamo de contar con seres extraordinarios que señalen a sus compatriotas la ruta que deben seguir es intrínseco a la condición humana, en cualquier época y en cualquier latitud. Porque las vidas heroicas, inusitadas y sorprendentes afianzan la posibilidad de construir sociedades justas y solidarias.
Antes de empezar, todas las revoluciones parecen imposibles, pero una vez cumplidos cinco años de vida, si cuentan con la gran mayoría de la población que las proclaman y defienden, son de tal fortaleza que se convierten en inevitables.
Por ser académico, Rafael Vicente Correa Delgado conoce la importancia de la examinación del medio término. Debe estar en una introspección analítica respecto a qué le falta hacer. Y sobre todo, con quién. Porque el equipo con el cual se vadearon ríos con relativo éxito no sirve si se quiere subir a las excelsas cumbres.
Si la Revolución Ciudadana quiere mantener la ventaja y asegurar en el tiempo su proyecto de Gobierno, hablando con términos de béisbol, necesita de lanzadores tapones, de bateadores potentes y de veloces corredores. Todos con mucha garra y con placer de jugar. Sin temor de ir al choque físico con el adversario y sin miedo ni asco por sudar la camiseta.
¿Cómo es posible que miembros de un equipo ganador, que está dando una paliza a los afiebrados mercaderes de la cosa pública y a los lagartos sonámbulos que solo piensan en tragar y tragar, experimenten una perturbación angustiosa del ánimo por el aparente daño que les podría sobrevenir?
La respuesta es muy sencilla: no estaban preparados para jugar en un equipo de esa categoría. Como fueron llamados al momento que cruzaban una calle, están desesperados porque se acabe el partido.
Sueñan convertirse en “respetables y prósperos hombres de negocios”, en amantes progenitores de hijos vagos y pazguatos, listos a contar fabuladas anécdotas de cómo sus sabios padres le discutieron, lo apalancaron, o peor aún, muchas veces lo salvaron “al Correa”.