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El Telégrafo

“¿Qué será de nosotros sin el ‘Gabo’?”

30 de diciembre de 2012

Sentada en una terminal aérea, una señora no mayor de setenta años leía “El amor en tiempos del cólera”. A ratos se dormía y cuando despertaba volvía sobre esas páginas. Hacía malabares para no dormirse. En un momento se le cayó el libro de las manos y lo recogí. Agradecida me miró detenidamente porque al levantar el ejemplar me fijé demasiado en la portada. Era uno de esos libros piratas que usan cualquier ilustración para capturar clientes.

Sin dudarlo me dijo:

-“¿Qué será de nosotros sin el ‘Gabo’?”.

La pregunta fue un gancho para sostener una larga tertulia que ocupó casi una hora. El vuelo no saldría sino hasta las cuatro de la madrugada, según el anuncio hosco y fétido de una azafata. No hubo impedimento para hablar. Ella era bogotana y venía a Quito a conocer a su tercer nieto. Su hija se había casado con un empresario ecuatoriano al que, según ella, le iba mucho mejor a “miles de colombianos que solo creen en hacer plata”.

-¿Y los empresarios no solo piensan en eso?-, le consulté.

No, mi yerno es de esos que viven con lo justo y dan trabajo sin miedo, afirmó con una dulzura cálida.

La pregunta rondaba todavía en el ambiente: “¿Qué será de nosotros sin el ‘Gabo’?”.

Como colombiana no había ninguna duda de que había leído más de un libro del ‘Gabo’. De todos modos había que cerciorarse. Y la respuesta, en un tono muy bogotano, fue absoluta: “He leído toda su obra.

Más de una vez sus tres mejores novelas”. Y ese más de una vez conllevaba la posibilidad de dos o tres, no más, pero me contó que “Cien años de soledad” la había leído seis veces y que, como el propio ‘Gabo’, cada agosto intentaba una nueva lectura, si pasaba de la página 100 de un tirón lo terminaba en el mismo mes, si no esperaba para el próximo año.

No era fanática. Otro de sus autores favoritos era Álvaro Mutis. También había leído toda su obra y lo consideraba un “viejo muy guapo”, con quien habría jugado su fortuna por tener una aventura, dijo sin ruborizarse.

La pregunta que de ley había que hacerle es por qué anticipaba una desaparición del “Gabo”. Hubo que esperar a que dejara de enumerar autores y libros. Yo llevaba, casualidad de casualidades, “Rosario Tijeras”, de Jorge Franco. Un libro muy colombiano también.

Y la respuesta llegó: “Me cuentan que ya no va a escribir más”.

En los silencios del diálogo (esos que hacen mucho más sentido el encuentro verbal) pensaba en la primera vez que vi en persona al “Gabo”. No era el que imaginaba y mucho menos escuchaba en su voz a sus personajes. Por esas extrañas razones que nadie sabe quién las inocula a uno en la cabeza, los lectores esperamos que los autores hablen como sus personajes, miren como ellos y hasta tengan esos defectos que colocan en las narraciones. Al contrario de todo, el “Gabo” casi me bota de la entrevista con una frase inolvidable: “¿No te enseñaron en la escuela de periodismo cuándo termina una entrevista?”. Le dije que no, y hasta ahí llegó todo.

La señora, cuyo nombre jamás tuve ocasión de saber y menos de preguntar, me devolvió a la realidad:

- Y yo imaginaba que pasaría mis últimos años de vida leyendo más y más novelas del “Gabo”-, dijo con un suspiro profundo, cargado de cansancio también.

Se llame como se llame, la condición de un lector es ante todo de fidelidades extrañas y de sometimientos agudos. Le comenté a la señora que un tiempo leía todo lo que publicaba o llegaba a mis manos de Carlos Fuentes o de Milan Kundera.

Luego ya vino el fanatismo por los ensayistas y poetas. Y nunca dejaba en la estantería un libro de Borges o de Paz. Claro, también uno es fiel con los amigos que escriben y todos los libros de Eliseo Alberto había que leérselos apenas salieran de la imprenta.

Sorprendida me dijo que no había leído a ninguno de los mencionados. Puse cara de “yo no fui”. ¿Entonces solo lee al “Gabo”?, me pregunté entre incrédulo y agotado. Se dio cuenta de mi sorpresa y dijo sonriente, con esa sonrisa que resulta forzada cuando uno pasa sentado más de tres horas en el mismo asiento: “No me crea boba, leo otras cosas, muchas más de las que usted, a su edad, habrá leído”.

Mi disculpa estuvo de más. El silencio se hizo un poco más extenso y volví sobre la misma duda: ¿Qué hacemos sin el “Gabo”? La obvia respuesta habría sido: “Seguir leyéndolo cuantas veces sean necesarias?”. O la más prosaica: nada, cumplió su ciclo y chao pescado.

Lo único en lo que coincidimos en esa casi despedida, pues anunciaban que en pocos minutos embarcaríamos, fue que esos autores tan ligados a uno prácticamente conviven con sus lectores y hacen de nuestras vidas una parte de lo que quisimos vivir en sus novelas. Sin quererlo incluimos sus traumas y grandezas en la pequeñez de nuestras vivencias.

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