Que no haya más pobres en Cuenca, fue la carta de un niña a Papá Noel cuando tenía siete años de edad; tremenda reflexión para esa edad, mientras tanto los adultos ni siquiera reparamos en esos cuadros diarios y que en veces refunfuñamos.
Es que la Navidad es para el consumismo. “Papá Noel, Papá Noel, viejo desgraciado me has dejado los juguetes del año pasado”, recita un niño o niña de clase media, es el juego de ellos en tiempos de Navidad, en tanto que esos seres indefensos, huérfanos de la seguridad social, que los encontramos en cada esquina, haciendo de malabaristas o limpiando parabrisas por unos cuantos centavos de dólar, no pueden repetir esa frase ilusoria de nuestros hijos que esperan al hombre de rojo la noche del 24 de diciembre.
Los otros, los nadie, los de la calle, se apuestan frente a una ventana de un local comercial y contemplan a un muñeco que destila ilusiones, pero sabe que ese producto del consumismo no cumplirá con su sueño de tener un carro, una muñeca, una pelota, en fin tantas y tantas cosas que se exhiben en el mercado navideño.
“Dé la Navidad”, es la voz de una niña o un niño con rostro golpeado por el sol, el frío, por la indiferencia, por la insolidaridad; “Aunque sea un centavito”, es otro ruego que lo escuchamos en todo momento, pero que no lo recogemos porque preferimos decir que son hijos de padres vagos, de madres ociosas, pero nadie sabe lo de nadie, dice la vecina del barrio que vive la misma tragedia.
Nos damos golpes de pecho, buscamos la voluntad popular para las urnas, para ser ungidos con el poder, y en un santiamén nos olvidamos de aquellos que apostaron por el cambio. La patria se está muriendo.
Ese mensaje cristiano que nos trae la Navidad es para las tarjetas, para la venta. En tanto en la otra orilla está mi hija Adriana que le dijo a Papá Noel hace 16 años con la ingenuidad de la niñez y el amor natural, que solo le pide que en esta Navidad “no haya más pobres en Cuenca”. Y su Dios no le ha escuchado.