El pasado sábado 10 de marzo se realizó en Quito (y otras ciudades del mundo) la “Marcha de las Putas”. Mujeres con sus mejores galas; minifaldas, blusas escotadas y pantalones apretados. Y varias de ellas con frases en sus hombros o en sus espaldas desnudas. Hombres con carteles, trans con sus trajes provocativos; homosexuales y lesbianas, fueron parte de la marcha que rompió la monotonía de La Mariscal, el sector “rosa” de la capital. Muchos aplaudieron y algunos se sumaron a la marcha. Y otros, y sobre todo otras, se mostraron molestas y la repudiaron, pues era una ofensa para la otrora considerada “franciscana” ciudad.
Pero no quiero referirme a la marcha en sí, que demandaba reivindicaciones legítimas contra la violencia doméstica, intrafamiliar y contra la agresión sexual de las que son objeto las mujeres por el solo hecho de ejercer su libertar en el vestir, en el actuar y en el decir. Quiero más bien referirme a la cobertura que realizaron los medios de comunicación. Todos acudieron y se mostraron agradecidos, pues como las oficinas de relaciones públicas están cerradas los fines de semana solo les quedan las oficinas de la Policía y la Cruz Roja. Es por esto que, habitualmente, los informativos del domingo están plagados de crónica roja.
Las coberturas revelan el prejuicio que aún persiste en ciertos medios, en realidad en la mayoría. Todos se muestran timoratos en mostrar las imágenes (propositivamente provocativas) de las marchantes y peor los testimonios. Al final, todos terminaron replicando la misma declaración “oficial” de la vocera de la marcha y las palabras de la autoridad, el concejal Norman Wray. Pero lo realmente revelador es que casi todos los medios (de televisión) no se atrevían a pronunciar el nombre: “Marcha de las Putas”.
Y claro, aunque parezca mentira, algunos medios incluyeron el famoso pito cuando se pronunciaba putas. En Canal Uno no solo se incluyó el pito con la presentadora, sino también en la voz del reportero. El colmo de la pacatería. Claro, la presentadora, tan bella, tan arreglada, tan maquillada, tan formal, no puede pronunciar semejante ofensa. Su boquita pintada no puede decir jamás una “mala” palabra.
Ya es hora de terminar con la solemnidad, con esa forma tan conservadora de asumir temas que son ya parte de nuestra cotidianidad. La sexualidad y sus identidades, para los medios, siguen siendo un tabú. Y, lo que es peor, la mujer sigue, lamentablemente, siendo solo un objeto de deseo.
Juan Manuel Serrat nos decía, en una de sus visitas a Quito, que a él no le ofenden las malas palabras, lo que sí le ofende es la pobreza, la corrupción y la injusticia. Con todos nosotros debería suceder lo mismo. En cualquier caso, esta marcha seguro, al menos, removió las falsas apariencias. Y esto, por ahora, ya es bastante.