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El Telégrafo

Prólogos de Borges

12 de noviembre de 2011

Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el Paraíso. No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura, pero también los más desdichados.

La belleza no es privilegio de unos cuantos hombres ilustres, nos dice Jorge Luis Borges, en el último de sus prólogos, del libro “Los conjurados” (1985), obra poética, Emecé.

Afirma que el lector no puede maravillarse que el primero de los elementos, el fuego, no abunde en el libro de un hombre de ochenta y tantos años. Antes, realiza una de las declaraciones del amor perdurable: “De usted es este libro María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas? Solo podemos dar lo que hemos dado. Solo podemos dar lo que ya es del otro…”.

En el prólogo de “El oro de los tigres” (1972) dice descreer de las escuelas literarias, porque -a su juicio- son simulacros didácticos para simplificar lo que enseñan. En el prólogo de “Elogio de la sombra” (1969) nos da algunas claves de su literatura, de este poeta ciego, como Homero, quien nos contó en el lenguaje de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas que rigen al mundo: la rosa, el sueño, la muerte, la noche, el laberinto…

“El tiempo me ha enseñado algunas astucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; intercalar en un relato rasgos circunstanciales, exigidos ahora por el lector; simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es… recordar que estas normas no son obligatorias y que el tiempo se encargará de abolirlas”.

Es precisamente en este libro donde se encuentra el poema “Fragmentos de un evangelio apócrifo” (ahora libre en Internet): “No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz”.

En la reescritura de 1969 del prólogo de su primer libro de versos “Fervor de Buenos Aires”, 1923, señala: “En aquel tiempo, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad”. Siempre he creído que los libros de poesía no precisan prólogos, a no ser de su propio autor.

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