Hace poco, en un ejercicio que formó parte de una capacitación, nos pidieron que anotemos en un papelito algo que sabemos hacer bien, en otro papelito cómo aprendimos a hacerlo y en un tercer papelito cómo sabemos que lo hacemos bien. Era un juego de espejos (y papelitos) que tenía que ver con la enseñanza. Si eres bueno para hacer algo probablemente sea porque lo aprendiste de manera efectiva; y, si identificas la metodología con la que lo aprendiste, quizás ahí haya una pista de cómo enseñar a otras personas, otras cosas.
No anoté nada muy original: “Escuchar a gente necesitada de comunicarse (a veces)”. Otra gente apuntaba recetas que les quedaban muy bien y temas relacionados a sus profesiones o hobbies. Para mí, modestia aparte, era clave que no se trataba de escuchar “a secas” sino en casos de necesidad y que no siempre lo lograba. Una de las formas en que aprendí lo que sé hacer bien, anoté, fue “leyendo literatura”. Quizás, entonces, debí escribir “Leer”, como mi habilidad particular (otros lo habían hecho), pero siempre he considerado que soy un lector deficiente: desordenado, incompleto, ansioso (me salto líneas enteras para llegar al final de una sección o capítulo). Asumo, muchas veces, que he leído algo cuando no es del todo cierto. Así descubro que leer ha sido solo un medio para haber aprendido a escuchar a gente necesitada de comunicarse (a veces). Solo que esa gente necesitada, muchas veces, más de lo que uno quisiera creer, escribe lo que quiere compartir con otros, conmigo.
Como editor y como profesor recibo textos casi a diario. Los leo y, a veces, los despacho como oficinista. Si realmente me interesa termino involucrándome en un proceso más sostenido, editando e incluso escribiendo algo que puede llegar a ser un texto de contraportada o un artículo. A veces alguna persona conocida, o más o menos conocida, me pide que lea algo suyo y que escriba un texto sobre eso. A veces no quiero. A veces, de todas maneras, lo hago. Estoy convencido de que lo mejor, para todos, es ser completamente honesto. Yo demandaría el mismo trato. Un comentario honesto sobre un texto te puede servir para reflexionar sobre el oficio. Lo intento pero no siempre lo logro, quizás porque la misma ficción (muchas veces son escritores de ficción los que se me acercan) trata de eso, a veces, de fingir, del artificio al dar explicaciones. Quizás también porque no (siempre) quiero ser maleducado.
Anoté que sé lo que sé porque lo percibo, al instante, en la otra persona. También anoté que es un equilibrio delicado. A veces, escuchando a alguien que necesita comunicarse puedo percibir su alivio pero en un segundo también puedo notar que el hechizo de la efectividad está por romperse y la cosa se puede poner trivial o distante. No tengo el control de cómo se producen esos momentos pero puedo conducir la situación, a veces, de una manera silenciosa y sutil. Mi punto era que la constatación de que lo hago bien no es un diploma o una serie de datos estadísticos comprobatorios, sino la atención, en el momento, sobre la persona a la que la estoy escuchando. Me embalé con esta idea de la atención, que viene del mindfulness, y que me recordaba a un texto que leí hace poco sobre una anécdota deportiva: ¿Cuándo supo que iba a atrapar la pelota?, le preguntó un periodista al beisbolista Ichiro Suzuki, luego de un partido en el que hizo una jugada espectacular en el campo: cuando la atrapé, fue su respuesta zen. ¿Cuándo sabes que les estas escuchando a alguien necesitado de comunicarse? Cuando le escuchas.
Es bueno que te hagan preguntas. Y en días recientes he recordado otras; las de Kant: ¿Qué puedo llegar a saber? ¿Qué debo hacer al respecto? y ¿Qué puedo esperar de eso?; o las de Gauguin: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?