Sin detenerme en analizar los últimos procesos judiciales, que han sido relacionados con supuestas formas del derecho a la resistencia y su manipulación, quisiera plantear algunas reflexiones sobre la necesidad, para el país, de contar con una ley para el ejercicio del derecho a la resistencia.
La Constitución ofrece un catálogo de derechos que debe ser desarrollado, mediante políticas públicas, en sus formas de ejercicio, atribuciones institucionales para su protección, mecanismos de promoción y procedimientos para el control social. En la legislación ecuatoriana no existe una normativa que defina las condiciones para activar derechos como la resistencia, objeción de conciencia, dirigir quejas y peticiones, fiscalizar los actos del poder público; ni tampoco las posibilidades ciertas para garantizar su implementación en casos de afectaciones. Más allá de la proyección constitucional de garantías como la Acción de Protección, los derechos que pertenecen a la naturaleza de la participación ciudadana, en su fase de protesta social -como los mencionados-, no cuentan con una trayectoria doctrinaria, epistemológica ni jurisprudencial para su desarrollo. Aunque existe un relativo avance por parte de instrumentos internacionales hacia el esfuerzo por definir las interpretaciones y prácticas de la protesta, esos avances externos requieren ser armonizados también con nuestra legislación interna -como la penal, por ejemplo-.
La disposición constitucional sobre la Acción Ciudadana (art. 100 CRE) como garantía constitucional para la protección de la participación, no ha sido debidamente regulada ni institucionalizada -en normas como la Ley de Participación Ciudadana-, como para que los pueblos, colectivos y organizaciones sociales puedan hacer uso de esta garantía. Bien podría señalarse que, al no estar debidamente legislada ni reglamentada, es una acción ineficaz, a pesar de su reconocimiento constitucional, al advertir su uso “cuando se produzca la violación de un derecho o la amenaza de su afectación”. Cabe señalar que su ubicación en el articulado constitucional, al encontrarse a continuación del relativo a la resistencia, fue pensado, inicialmente, para convertirse en una acción que pueda tutelar este derecho, sin embargo, después se lo amplió para que pueda apoyar los procesos participativos y organizativos ante eventuales restricciones.
El derecho a la resistencia contiene una enorme evolución histórica que podría contribuir a la democracia participativa y a la democratización del poder público. Empero, la ausencia de su oportuna regulación legal, ha creado varias interrogantes que dificultan su ejecución. ¿Cuál serían los repertorios lícitos y no lícitos para la protesta ciudadana? ¿Se puede invocar este derecho contra sentencias judiciales? ¿Es válido este derecho contra obligaciones legales como el pago de impuestos? ¿Puede existir un uso democrático cuando se trata de utilizarlo para abstenerse de ejercer otros derechos como el de participar en el sufragio como manera de protesta? ¿Es legal que recurran a este derecho las personas jurídicas públicas –como el Municipio de Guayaquil- o privadas -como una compañía nacional de cervecería-? ¿Es posible que las y los ciudadanos puedan crear sus propios mecanismos de resistencia y que no se encuentren desarrollados en una ley? ¿Cuáles pueden ser las acciones estatales para proteger este derecho? ¿Hasta dónde llega el ámbito de ejercicio de este derecho para no vulnerar el ejercicio de otros derechos? ¿Cuáles serían las instituciones encargadas de precautelar el ejercicio de este derecho y, por ende, de reparar a los sujetos impedidos de activarlo? ¿Cuáles podrían ser los instrumentos de verificación para evitar abusos en este derecho?
El texto constitucional determina algunas orientaciones generales para preservar el carácter democrático de este derecho como: 1) La prohibición de paralizar servicios y bienes públicos; 2) Las disposiciones legales para la protección de la vida y derechos de otras personas como el de la propiedad; 3) Los mecanismos institucionales que corresponden a cada tipo de democracia: participativa, representativa, directa y comunitaria, como un conjunto complementario para la construcción del poder social. Empero, no contamos con normas orgánicas ni reglamentarias que puedan dar los caminos para ejercerlo o con el propósito de describir sus alcances, principios, límites para la fuerza pública a la hora de su cobertura y reservas públicas para no afectar a otros derechos. Es indispensable contar con un proyecto de ley que enfatice que este derecho no significa incurrir en modalidades que puedan alterar otros derechos, o a la prestación de servicios de una comunidad; tampoco implica realizar daños contra la propiedad privada, el deterioro o el menoscabo de los bienes públicos y estatales. Igualmente, que establezca que no se reduce a causar agresiones a las autoridades o miembros de la fuerza pública, sino que supone demostrar una protesta no violenta contra un acto u omisión del poder público o de personas jurídicas privadas, que resulta carente de principios democráticos, para lo cual pueden ensayarse acciones como el plantón, la desobediencia civil, las marchas, los cacerolazos, las manifestaciones virtuales, movilizaciones cívicas, paros y huelgas autorizadas, y otras. Estos son métodos de protesta que merecen legislarse para no dar lugar a los excesos en su uso, ni a probables manejos represivos en su control.
La apuesta por un garantismo de derechos -en la definición del carácter del Estado- representa la construcción de un bioconstitucionalismo de democracia radical que, reafirmando los derechos, garantías y mecanismos institucionales en que opera, reconozca a las resistencias, como derecho y opción legítima para preservar su validez.
Necesitamos aprendizajes públicos para canalizar las interpelaciones ciudadanas y, al mismo tiempo, de una ley que pueda dar los horizontes de sentido para viabilizar sus gramáticas populares.
*Docente universitario