Absurdo pero cierto: sucedió en Quito, siglo XVII, en el convento de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. Allí, una mañana, la monja Anatolia de la Transfiguración de repente vio con terror una nube de muchos colores: verdes aterciopelados, azules iridiscentes, rojos escarlata, negros. La nube desprendía un zumbido penetrante. Era la más grande concentración de colibríes, que revoloteaban en el patio principal. A veces se quedaban casi quietos en el aire, y después se disparaban, a velocidades vertiginosas, coordinadas, como siguiendo las órdenes secretas de algún director de orquesta.
A los gritos, la monja despertó a sus compañeras. La madre abadesa, de rodillas, buscó en la memoria algún salmo que las protegiera de aquella amenaza de plumas y colores. Recordó el Salmo 91: “Mil caerán a mi izquierda y más de diez mil a mi derecha, y nada me sucederá porque Jehová es mi protección”. Las aves seguían allí, revoloteando. Llamaron al capellán, famoso por su sabiduría, que rezaba en latín. Ningún resultado. Llegaron las autoridades. Mientras tanto, las monjas daban la guerra a los colibríes con la física y con la química. La primera solución eran golpes de escoba. La segunda, las aguas sucias del convento. Esta segunda opción se descartó enseguida porque parecía que los colibríes no se arredraban ni siquiera ante esa atmósfera irrespirable.
Alguien propuso agua bendita. Otros, agua hirviendo. La discusión era teológica-química. No estaba claro si la bendición debería darse antes o después de la ebullición. Nada funcionó. La invasión era imparable. Los colibríes no creían en nada ni en nadie.
En aquella guerra intervinieron sotanas y dignatarios, militares y civiles. Cuando todo parecía perdido, se hizo la luz. El obispo propuso una novena. Las procesiones con teas iluminaron y entibiaron el ambiente. Tras 9 días de agua bendita, oraciones y escobazos, se exterminó la amenaza. Esa madrugada, alguien dio la noticia gloriosa: No más colibríes. La noticia despertó a todos. Las campanas sonaron, desordenadas, pero eufóricas. Sin duda, aquello era un milagro.
Misas, oraciones, alegría colectiva. Fue la derrota de los incrédulos. No más colibríes de cola larga, más larga que su cuerpo, y de plumas con colores tan llenos de brillos indefinibles. Regresó la calma.
En la calle de la iglesia se construyó un oratorio, para que los piadosos recordaran el milagro contra la invasión de los colibríes. Durante tres días, cada hora, sonaron las campanas No acusemos a las monjas. Quizás hoy estemos haciendo lo mismo, con las aguas sucias, producto del milagro del desarrollo. Parodiando al poeta, no preguntes nunca por quién doblaron las campanas. Doblaron por la inteligencia, por los colibríes. Por ti, por mí, por todos nosotros. Y siguen sonando.
En la lucha contra la naturaleza, parece que el ser humano juega con blancas, y mata como le da la gana, como en esta posición: