El 28 de enero de 1912 ocurrió uno de los hechos más sangrientos de la historia ecuatoriana y latinoamericana: cinco presos políticos fueron asesinados en la cárcel de Quito, luego arrastrados y quemados en El Ejido. Entre los asesinados se encontraba Eloy Alfaro Delgado, no solo expresidente del Ecuador, sino un connotado líder liberal radical, quien había luchado por causas sociales en varios países latinoamericanos. Las otras víctimas fueron Medardo y Flavio Alfaro, Ulpiano Páez, Manuel Serrano y el periodista Luciano Coral.
Testigos de la época responsabilizaron del crimen a Leonidas Plaza G. y a Carlos Freile Z. quienes, se dijo, crearon las condiciones para la masacre ejecutada primero por un soldado del Marañón. También acusaron de incitación al ala ultramontana de la Iglesia y a los diarios El Comercio, La Prensa, La Constitución y El Grito del pueblo. El propio hijo de Alfaro y el intelectual José Peralta coincidieron en identificar los sectores interesados en el asesinato.
Desde la perspectiva historiográfica seria, la muerte fue calculada por un ala de la burguesía bancaria y agroexportadora, contradictoriamente aliada con los terratenientes, ambos interesados en mantener la estructura del poder plutocrático, que en lo fundamental no había sido tocado por el régimen alfarista, lo que indica que no era el problema coyuntural.
La causa de fondo para el asesinato de Alfaro tuvo que ver con las diferencias entre los liberalismos. El liberal “moderado”, regido por los principios del libre mercado y libertades individuales difusas, era diferente del “radical” que, empujado por la agitación popular, fijó su mirada en los procesos sociales. Su centro fue el artesanado contrapuesto a los importadores. Su gran propósito fue la educación laica racional y humanista, camino para terminar con la agitación y promover la movilidad social.
Independientemente de los distintos proyectos políticos de los liberalismos, la Costa había experimentado un proceso de insurgencia armada de grupos subalternos, que solo Alfaro pudo canalizar, para evitar que se desbordarán más. Los sectores oligarcas leyeron mal el problema y pensaron que, con la muerte de Alfaro, la insurgencia popular terminaría. Por un tiempo se contuvo, pero al parecer quedó latente, ya sin líderes para encarrilarlos por senderos de la racionalidad política.