A quién le importa si usted se define como de izquierda y vive igual que los de la derecha, compra como los de la derecha y sueña en el sueño de los de la derecha. Y qué importa que alguien de la derecha sienta simpatía por los derechos de la naturaleza, el aborto, o la defensa de derechos de minorías sexuales o étnicas.
Las diferencias ideológicas fueron licuadas por el capitalismo globalizado y ahora configuramos una era donde la política no es política en su sentido sustantivo, es decir, donde el ejercicio del poder no tiene como centro la preocupación por lo público y el bien común, sino por la prolongación de una democracia que garantice aquello instituido en los términos del mercado.
Naturalmente que es tan banal juzgar a alguien de “izquierda” por su nivel de ingreso como lo es juzgar a alguien de “derecha” por su conciencia crítica, mientras en la sociedad siguen existiendo personas que no logran cubrir la canasta básica familiar, o que este problema sea menos relevante que celebrar los premios alcanzados por la película Roma.
En un mundo que se regocija con el reconocimiento teórico de la pluralidad y desconoce la exclusión real de la desigualdad, la idea del bien común deviene en una idea retardataria y excluyente. Pero no solo eso; el ejercicio de la política resulta en la realización de un rito, de un mecanismo simbólico que tiene como objetivo mantener la vigencia del orden en su calidad de mito.
Así, el rito de las elecciones se corresponde con el mito de la democracia y aquí cabe una reflexión: un poder para el cual las personas son irrelevantes en cuanto ciudadanos (votantes y candidatos), idealmente podría ser contrarrestado por la acción de la razón dialogal, pero esta implica precisamente la ruptura de orden, de sus invisibilidades y sus ritualidades, cuestión que no puede ser discutida porque está fuera de la política-sin-política y por tanto, en el terreno de la impotencia.
En esta era de irracionalidad razonable, donde es imposible delinear preceptos de acción ética y política (en el sentido tradicional) que no estén avaladas por un grupo humano a través de su propia práctica, quizá sea necesario renunciar a la política-sin-política con el fin de precautelar lo que queda de la irrelevante vida social y la sensibilidad humana y gestar desde aquí, desde la derrota profundamente humana, otras condiciones de vida. (O)