Una noche, un ladrón decidió asaltar a un matrimonio de avanzada edad. Vivían solos, y debían tener algunas cosas de valor en su departamento. El delincuente se armó de ganzúa y linterna, y se acercó a la entrada, para forzarla. Primera sorpresa: la puerta estaba semiabierta. Ingresó, en silencio, y vino la segunda: En la sala, en medio de cuatro velas encendidas, parpadeantes, estaba el marido, tirado en el piso, muerto. A su lado, la viuda, sentada en una silla de mimbre, se apuntaba a la cabeza con una pistola, lista para dispararse.
El ladrón huyó horrorizado, en silencio, y buscó al inspector de Policía, conocido por obvias razones, para confesarle su delito frustrado y, ante todo, para que fuera a ese lugar a establecer una muerte y un suicidio.
Era un buen gesto del ladrón, que aceptó acompañar a la autoridad. El inspector le pidió que esperara en el carro, mientras él investigaba el departamento. Subió despacio las escaleras, con cautela, y a los tres minutos bajó horrorizado, más pálido que el ladrón.
--“No te imaginas lo que he visto”, dijo el inspector.
--¿Ya se suicidó la vieja?--, preguntó el ladrón.
-- “Algo peor”, le respondió. “Y vayamos a tomarnos un trago a donde no nos conozcan. Estoy a punto de desmayarme”.
Ya, menos tembloroso, y con un whisky en la mano, el inspector contó lo que había visto. En el suelo, rodeada de cuatro velas, muerta, estaba la viejecita. Y el esposo era el que estaba sentado en la silla, con la pistola en la mano, listo a suicidarse.
--“Yo vi todo lo contrario”, dijo el ladrón.
--“Yo vi todo lo contrario”, respondió el policía.
--“Vayamos a investigar”, dijeron los dos a la vez.
Y regresaron al lugar de los hechos, pero ninguno se atrevió a subir. Los hombres aprovecharon las horas, para contarse sus aventuras de ladrón y de policía, y se sintieron como amigos separados por las circunstancias. Al final, cuando amanecía, volvieron a pensar en la pareja y se preguntaban por qué ningún vecino había denunciado disparos, o algo parecido. Cuando decidieron acercarse juntos a investigar, vieron al matrimonio, tomado de la mano, bajar por las escaleras para caminar por el parque. El ladrón y el policía se abrazaron, para no caer desmayados.
La explicación era simple: los viejecitos, sintiendo que vivían sus últimos años, ensayaban el ritual cada noche, para cuando llegara el momento. Pero la historia tuvo un final más sorprendente. Por cuestión de espacio, lo dejamos ahí. Lo de hoy me lo contó un amigo italiano: el escritor Andrea Camilleri.
En fin: en ajedrez, cuando se trata de medidas radicales, también es en serio: Buhover vs. Kapengut, Moscú, 1963