La democracia es un concepto que se va redefiniendo a lo largo de la historia. Los elementos que la caracterizan entran y salen conforme a la época y al intérprete. Así, de la original democracia directa en la que el pueblo reunido en una plaza decidía su destino, pasamos por la indirecta, hasta que su crisis por ausencia de respuestas sociales genera lo que conocemos como democracia plebiscitaria, aquella que se va legitimando reiteradamente con el voto y la aceptación ciudadana. Sin embargo de lo dicho, existe un solo elemento invariable, común y obligatorio en todo sistema de gobierno que pretendan llamarlo democrático, esto es, la participación ciudadana. Participación que tradicionalmente se ha reducido y manifestado en el voto libre, universal y secreto, propio de la democracia representativa.
En nuestro país, luego de Montecristi surge una nueva estructura de Estado estrenando una flamante función. En efecto, a manera de experimento y con bases teóricas se le concede al poder ciudadano un nuevo espacio, un sitio propio más allá del voto. Me refiero a la vigilancia de la transparencia, el ejercicio del control social y a la lucha contra la corrupción. Dentro de dichas competencias se crea, como parte de tal estructura constitucional, un órgano autónomo con las competencias antes dichas denominado Consejo. Encargado, además, de designar a los titulares de todos los órganos de control y auditando la transparencia de su gestión.
Vale decir en este punto que el ciudadano se hace presente indirectamente en la organización estatal a través de los representantes que elige, así como directamente, al estar insertado como poder en la misma arquitectura estatal. O sea, ya no hay sociedad civil organizada que intenta un papel de intermediación entre el Estado y la ciudadanía, lo que existe es un Estado que tiene como una de sus funciones organizar a la ciudadanía, que no es lo mismo. Anotemos que en política los espacios de poder que no se llenan son tomados por el opositor, por lo que nada se deja al azar.
Como decía en líneas anteriores, es un experimento en marcha que se ha desarrollado varios años, y a estas alturas la pregunta que debemos hacernos es si corresponde que el país haga su evaluación. Dice Pérez Fidel (OSAL Buenos Aires: Clacso, Año XI, N° 27): “… es el aparato del Estado el principal patrocinador de las formas organizativas de los ciudadanos a medida que tiene el papel social y político más relevante. La participación es conducida por las autoridades estatales, que acaban volviéndose el centro de todo el proceso participativo…”.
En la misma línea, Tamayo Serrano (Tesina, USFQ 2014) “… este nuevo diseño constitucional carece de legitimidad porque su propósito mina el desarrollo y fortalecimiento de la actividad de la sociedad civil frente al Estado. Este proceso de cooptación o alineación de los intereses de la sociedad civil frente a aquellos del Estado resulta pernicioso para el correcto funcionamiento de la democracia… justamente tendría un efecto contrario al deseado. El Estado empieza a concentrar los procesos de participación y margina el rol esencial de la sociedad civil...”.
Son opiniones y criterios que para la evaluación que creo necesaria ameritan ser tomados en cuenta, luego de las buenas y malas experiencias que el país ha debido asumir, en relación a los signos de transparencia, lucha contra la corrupción y control social. (O)