El debate en torno a los medios y la libertad de expresión en Ecuador no es otro que el de las luchas por el poder simbólico. El término -acuñado por Bourdieu- permitió establecer distintos niveles de dominación dentro de un mismo espacio social: a la dominación militar, económica y política el sociólogo francés incorporó la dominación simbólica. Con ello logra establecer los mecanismos a través de los cuales los grupos dominantes en una sociedad logran reproducir su condición.
En mi opinión, la singularidad del caso ecuatoriano radica en que el ámbito de lo comunicacional no solo es el centro de las luchas por el poder simbólico, sino que también da cuenta de la instalación de un nuevo espacio social marcado por la vulnerabilidad del poder simbólico, el desgaste de los recursos legitimadores, el fin del monopolio de la opinión y la modificación del sistema de relaciones de fuerzas del campo comunicacional.
Para entender cómo se instala este nuevo espacio social hay que referirse necesariamente a lo singular de la articulación poder/medios en el Ecuador de finales del siglo XX. En efecto, se trató de una relación lineal -recíprocamente alimentada- entre el poder económico vinculado al capital financiero, sus fracciones políticas y los medios de comunicación. No hubo hasta ahora posibilidad alguna de confrontar esta monolítica trilogía que propició el ejercicio de un poder simbólico inexpugnable que logró configurar las estructuras mentales de la población.
Aunque el juicio al diario El Universo expande el conflicto y lo internacionaliza, el desgaste del poder simbólico se inicia dentro del propio lenguaje periodístico: casi la totalidad de los editorialistas del poder, presos de sus pasiones e impotentes, no encontraron mejor camino que el de la configuración de una imagen obscena (entendido aquí el término tal como se lo aplicó en el teatro clásico griego antiguo, es decir, como aquello que está fuera de la escena y para lo cual no queda sino una representación imaginaria en la que cabe todo), “dejando caer” aquello que no era posible ser enunciado explícitamente. Muchos otros recursos podrían señalarse: desde la magnificación de lo trivial y la trivialización de lo significativo, hasta la franca distorsión de los hechos. Sin embargo, la vacuidad del lenguaje empleado se evidenció en que, mientras más agresivo se volvía, más aumentaba la popularidad del Presidente.
Uno de los argumentos que se esgrimen para atacar a los gobiernos progresistas de América Latina es el de la falta de libertad de expresión. Se trata, en efecto, de una estrategia de intervención que supone construir artificialmente una realidad (la ausencia de libertad) para minar a los gobiernos democráticos desde dentro.
Vale la pena entonces detenerse en el análisis de estos procesos y lo específico del caso ecuatoriano.