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El Telégrafo

Poder popular, Estado y fetichismo

20 de agosto de 2011

No se puede negar que la inversión social implementada por el actual Gobierno es uno de sus mayores éxitos. Es innegable la inversión en infraestructura estratégica, como las carreteras, por ejemplo. Es innegable que el Estado liberal ha recuperado su rol de direccionar al conjunto de la sociedad y, de alguna forma, ser un contrapeso frente al mercado especulativo, centrado en el capital y no en la persona. Desde el comienzo del actual régimen siempre se han presentado dudas y temores respecto al quehacer de la política como generación de políticas públicas y desprivatización neoliberal de la sociedad. Sin embargo, en el campo de lo político, donde el Estado es otro agente que disputa el poder y la representación de lo social, encontramos profundas contradicciones. Estas son inherentes a la política y al desarrollo de una sociedad, pero hay ciertos temores de que la sociedad política se vea reducida por la maquinaria del Estado. El temor radica cuando el Estado aparece como el gran agente del cambio social.

Estratégicamente, no habría problema alguno en esto si es que, como contraparte, la organización social, comunitaria, se fortaleciera. De esta manera el Estado como instrumento político habilitaría tácticamente a las organizaciones populares un amplio espacio de construir poder desde sí mismas, como contrapeso a los sectores tradicionales oligárquicos. Pero la sospecha radica en que la maquinaria del Estado sustituya orgánicamente el poder popular. La maquinaria estatal, por su diseño moderno liberal, pasando por el hacer cotidiano de la burocracia, deforma el campo de fuerzas de lo político, en formalizaciones de política pública. Hay interacciones sociales que necesariamente tienen que diseñarse como políticas públicas, como la salud, pero las disputas por la hegemonía política no se resuelven con programas o proyectos. Un ejemplo es la Secretaría de Pueblos, que demuestra la limitación de un modelo direccionado de organización de lo popular por parte de una tecnocracia de políticas públicas. En contadas ocasiones el poder en lo popular  puede ser representado por la institucionalidad burocrática del Estado. Esta es su negación histórica. Es antinatural que el Estado sea un instrumento político para una revolución a largo plazo; esta terminará por institucionalizarse, la devorará, como el México revolucionario después de que el PRI tomara el poder en 1929. Hay que descentrar el poder estatal hacia el poder de las organizaciones populares, pero encontramos que lo popular se ha cercado en lo electoral. Pareciera que la lucha está en quién gana, como gobierno, el Estado.

Cuando este es la mayor amenaza para una revolución, sea burguesa o socialista. Ahora el Estado aparece como el objeto de deseo, el fetiche de la política, cuando es este su mayor enemigo.

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