Hay muchas formas de matar a un pueblo. A través de la explotación laboral, la desigualdad social, aceptando la pobreza de la mayoría. A través del populismo, el clientelismo, la manipulación de las elecciones, los mecanismos de control tecnológico y político, o usando la violencia represora del Estado.
Sembrando dogmas inexpugnables, soluciones mesiánicas, encareciendo la vida, o participando y permitiendo actos de corrupción sistemática en un gobierno. Tolerando el enriquecimiento ilícito, y los desproporcionados enriquecimientos lícitos. Eliminando derechos elementales, como la libertad de expresión, la gratuidad en la educación o la calidad del sistema de salud pública.
Pero fundamentalmente, la muerte del pueblo, el plebicidio (en palabras de Dussel), se da en cuanto se lo anula como sujeto histórico, capaz de ser escuchado y, por tanto, de generar transformaciones sociales.
La paradoja es que la anulación del pueblo como sujeto histórico ocurre por la acción de una estructura institucional, autoritaria, vertical, burocrática y juridicial, que el pueblo admite como válida para efectos de la gestión de su vida pública. El pueblo anulado no posee conciencia histórica porque no puede especular en sus propios términos sobre el momento histórico en el que se encuentra.
Siempre debe remitirse al experto que lo descalifica y le explica qué es lo correcto con base en su liturgia. Pero estar anulado de la política no significa dejar de sentir sus efectos, entonces el pueblo revienta la biopolítica del control y del hábito, y genera una discontinuidad pedagogizante y popular en el espacio-tiempo de lo público y de lo cultural.
En este aparecimiento del pueblo aprendemos todos que su irrupción fúrica y su palabra desordenada pero interpelante solo pueden ser capitalizadas por la conciencia de un futuro popular y común a todos, que terminará decantando las miopías particulares para retornar sobre la crítica al fundamento problemático de la civilización moderna: el ordenamiento capitalista y su desprecio por la vida. (O)