Si una pareja (hombre y mujer) ha transitado de la amistad al campo del noviazgo, y que, poco a poco, perciben que esos sentimientos bellos y nobles que afloran ambos al estar juntos es cada vez más fuerte, y va tomando forma aquel potencial plan de vida en el corto y en el largo plazo, donde ya no serían dos, sino una sola persona, a la luz del amor; toman la decisión de unirse y acompañarse hasta el último día de sus vidas, y profesan tal ofrenda ante un determinado sacerdote católico que celebra el sacramento del matrimonio. Esa celebración del sacramento del matrimonio no se trata de “un matrimonio más”. Para todos los casos (sin importar si se tratan de personas económicamente pudientes o no; si son políticas o no; si son blancas o no; si son gruñonas o no…), quienes somos parte de la fe católica, nos alegramos cada vez que una pareja de novios da ese paso, y nos unimos en oración para que siempre el buen Dios los guie y los abrace. Con cada sacramento del matrimonio celebrado, confirmamos que es Dios quien, con su venia, susurra al oído de aquellos quienes llegan al altar, dejándoles saber a los novios que Él les da “luz verde” para que: él a ella le de ese “sí, acepto”, y ella a él también le diga “sí, acepto”.
Partiendo del hecho de que el sacramento del matrimonio no es para todos, sino que es una gracia que Dios concede a quienes Él determine; y teniendo en cuenta de que si una mujer y un hombre buscaron la bendición de Dios para que ese lazo de amor entre ellos sea perpetuo, es lógico pensar (al menos desde la formación que nuestros mayores nos brindaron, y dentro de la propia catequesis que como católicos hemos recibido) que los novios también han vivido su fe católica. Atención: no hablo de vivir plenamente. Y no se me interprete erróneamente. No estoy diciendo que debemos -como católicos- ser tibios. De ninguna manera. Tampoco estoy diciendo que es imposible vivir a plenitud la fe católica. Por el contrario, es deseable Sin embargo, es realista manifestar que últimamente como católicos no estamos dando buen predicamento, comenzando con aquellas “obligaciones” como el ir a Misa los domingos, de buscar al sacerdote para que nos administre el sacramento de la penitencia con frecuencia, y, obviamente, recibir el cuerpo de Cristo (la ostia consagrada) en cada Misa, es decir, el comulgar con frecuencia, y que tienen su representación en el testimonio de vida, de amor y de humanismo. Pero, aunque no seamos católicos practicantes, estoy profundamente convencido de que Dios, en su gran bondad y misericordia, valora mucho (e incluso no se detiene ni se limita a valorar solo el que vayamos a Misa o hasta que lo recibamos en comunión) nuestra atención para con el prójimo, especialmente con los pobres y necesitados. He pensado, más posterior a marzo 2020 que inició la tragedia llamada covid-19, que al morir iremos directamente a rendir cuentas a Dios, y ahí, por alguna razón lo creo, pesará más nuestra actitud de vida para con el(la) caído(a) que las prácticas con la Santa Madre Iglesia; estas últimas no es que no las valore, pero, como decía San Francisco de Asís: en los pobres está también Dios.
¿A qué quiero llegar? El pasado sábado el Sr. Juan David Borrero (hijo del vicepresidente de nuestra patria, el médico Alfredo Borrero) y la Srta. Jasmine Tookes unieron sus vidas en santo matrimonio. Post a ese evento, una ola de comentarios surgió principalmente a partir de los numerosos pedidos que una puntual dama realizó, en su calidad de organizadora del evento; por citar: retirar a personas indigentes de la Plaza de San Francisco durante la Misa. La indignación de un significativo número de ecuatorianos también fue explícitamente expresada por el presidente Guillermo Lasso, quien mediante su Secretaría de Comunicación lo manifestó, calificando dichos pedidos como inaceptables. Es más, no asistió al rito eucarístico. Y no es para menos. No se trata de engalanar el lugar con más flores, o de ubicar iluminación LED. No. Sí de haber brindado un trato nulamente digno a quienes no son animales, son personas, como ustedes y como yo.
Sorprende que quienes nos pronunciamos por distintos medios, no siendo “mala leche” sino señalando que esas actitudes son incorrectas, poco empáticas, poco sensibles y que contradicen y sientan un pésimo predicamento como persona parte de la fe católica, nos llamen “sufridores”, “acomplejados” y hasta “envidioso”, ya que, según decían los defensores: “con el matrimonio, la ciudad gana en turismo”. Creo que una respuesta contundente sería: Si soy católico, busco la Iglesia para casarme, y si la organizadora del evento solicitó “esconder” a los indigentes y yo no me opuse, entonces: he utilizado a la Iglesia tan solo para “cumplir un capricho”, privilegié el turismo, y mi amor a Dios está cuestionado; sí, ya que cómo puedo amar a un Dios que no veo, si al Dios que puedo ver (en los más vulnerables, los indigentes, los mendigos, como dijo San Francisco y el propio Papa Francisco) no lo puedo amar… antes bien, con mi omisión también soy pro de “esconderlos”.
Bien ser pro-turismo, pero no a costa de retirar a nuestros hermanos indigentes. Y qué tal si se hubiera celebrado el sacramento del matrimonio sin retirarlos, y hasta a los transeúntes (incluyendo mendigos) les invitaban a ingresar a la Iglesia. Al fin de cuentas: en la Iglesia (si soy católico profundamente convencido) todos tienen cabida… todos.