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El Telégrafo
Ramiro Díez

Perra soledad

04 de julio de 2013

Yo era un niño cuando, una noche, a la puerta de mi casa, dieron tres golpes pausados, misteriosos. Desconfiado, abrí el postigo y lo primero que vi fue una bola de algodón que tenía una nariz negra y dos ojos brillantes.

Era el perro más bello del mundo. Mi hermano mayor lo traía como regalo, y me pidió que yo mismo lo bautizara. De algún recoveco desconocido de mi cerebro salió un nombre sonoro: “Que se llame Landrú”.
Mi hermano miró con sorpresa y, aunque no se mostró de acuerdo, aceptó. De todas formas, me preguntó si sabía quién había sido Landrú. Le dije que no. Y me respondió que ojalá el perro no se fuera a portar como el dueño original de aquel nombre.

Landrú, al principio, era una bola de algodón, juguetona, colita retorcida, lengua sonrosada y colmillitos afilados. Y cuando ganó peso y tamaño, mi perro espectacular fue la mascota inteligente, la que obedecía órdenes, la gran compañía de todos nosotros, los niños del barrio.

Y un día, en el verano, tuvimos una fiesta de cometas. Nos acompañó, como siempre, Landrú. Nos fuimos a un cerro cercano, y de repente, el perro se alejó un poco y no quiso atender los llamados para que regresara. Se paró, de frente, sobre una roca, y empezó a gruñir como nunca lo había hecho. Enseguida, enloquecido, se convirtió en una tromba que arremetió contra nosotros, y nos mordió a varios.

Mi hermano lo controló y, en feroz forcejeo, amarrado, logró llevarlo a nuestra casa. Allí lo encerramos en la terraza. Desde entonces ese fue el territorio sagrado de la más brutal bestia, de ojos inyectados y colmillos sedientos de sangre que se lanzaba contra la reja queriéndonos matar. No hubo manera de calmarlo. Lo alimentábamos arrojándole la comida. Y de aquel pelaje blanco, quedó apenas una masa gris, porque nadie podía acercarse a aquel animal furioso.

Pasaron los años y nos cambiamos de casa. El drama era el perro. Loco brutal, feroz, intocable, peligroso, era, al fin y al cabo, el perro de todos. Y le pedimos a un viejo trabajador que lo siguiera alimentando, tras la reja, en nuestra ausencia.

Y un día, aquel hombre llegó a visitarnos con Landrú. Lo llevaba de una correa frágil, y el perro parecía, otra vez, una oveja mansa. Nos contó que, cuando el perro sintió la casa vacía, recobró la cordura. Le abrimos la puerta, y Landrú volvió a ser la mascota cariñosa y noble. Nos miramos a los ojos y, mutuamente, nos perdonamos.

Aquel hombre, testigo del milagro, nos confesó que, cuando joven, había sido carcelero. Y que había visto seres humanos que enloquecían porque sí, y así mismo recobraban la cordura. Pero esa es otra historia. En ajedrez, en cambio, tras los mordiscos, no existen reconciliaciones.

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