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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Periodismo

05 de octubre de 2015

La crítica más venenosa sobre los métodos de utilizar la información pública en el periodismo -en general- surgió hace media década en Ecuador, primero, a través de la idea de una necesaria Ley de Comunicación y, luego, por la aprobación de esa ley. Desde entonces y a la par de la crisis mundial de los medios impresos (que se quiere tapar y no examinar en nuestro país), se fueron construyendo supuestos de cómo debe ser el periodismo hoy por la irrupción de las tecnologías y otros dispositivos comunicacionales; todos ellos sujetos al formato de una libertad de expresión elitista que usa y abusa del lenguaje para lucir irreverencias impostadas y no como herramienta esencial de las relaciones humanas.

Por supuesto, las condiciones políticas cambiaron en nuestro país y las visiones sobre el ejercicio periodístico de las empresas privadas -que manejaron a su gusto la información pública durante más de un siglo- también sufrieron el peso de su propia inercia en el oficio. No solo porque se puso en tela de juicio la superioridad moral de su filosofía comercial, sino porque la dinámica de nuestra sociedad ya exigía tener otras fuentes y enfoques de lo que estaba y está pasando aquí. Los medios públicos, entonces, surgieron y su rol debía trastocar la normatividad del viejo periodismo.

Hoy el debate continúa y el ejercicio tradicional del periodismo aún no termina de morir en ninguno de los prototipos de la comunicación (privada y pública). Habrá que decir también que cualquier modelo, en lo político o periodístico, no se deja matar así nomás, y, que, en medio de su aprieto, acude a todas las formas posibles de resistencia; porque, oh sorpresa, ha sido -en ambos casos- expresión del poder económico e ideológico que fue conformando nuestros estados en los últimos dos siglos. Semejante influencia labró un modo de entender el mundo y su mayor trofeo es la vigencia de esa especie de sentido común ordinario que poco escarbó en el control social que tal condición implicaba.

El correlato actual es que el periodismo político ha terminado por dominar la esfera de la investigación y de la opinión, y esa elección ha desvirtuado a los profesionales e, incluso, a los empíricos que no aspiran a ser parte de esa mínima legión de buscadores del pecado. Por el contrario, muchos desean retomar algunas de las lecciones de la escuela garciamarquiana o la tribuna de la crónica social (no la plutocrática de las revistas de salón de belleza) para reivindicar un periodismo cercano a la gente o a partir de la gente. Pero lo político, en su peor acepción, se ha tomado el cuerpo de varias figuras de la trillada libertad de expresión política que abunda en la moralina y no en la fuerza social de lo que a las personas les interesa colectiva y cotidianamente.

Porque si vamos a ser sinceros, a nuestra sociedad le falta una politización real y no solo la supremacía de un sentido común egoísta que, sin saberlo, sirve a la causa dineraria de las élites. Sin embargo, ahí, sin pudor, se blinda la ‘comunicación democrática’ y opera el periodismo político criollo y su opinión negociada. Así nomás. (O)

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