La crisis multidimensional que atraviesa el país, la errática orientación de las políticas gubernamentales y la ausencia de un diálogo social nos condujo a un paro nacional de 18 días.
El resultado del estallido social que acabamos de vivir es magro. No hay un ganador ni un perdedor sino toda una sociedad entera que perdimos. El ministro de la Producción no tardó en anunciar que habría perdidas de USD 775 millones para el sector privado y USD 225 millones para el sector público totalizando más de USD 1000 millones.
Sin embargo, el balance no puede limitarse a un mero análisis económico. Lastimosamente, profundizando en el examen, también, hay costos invisibles, pero mucho más onerosos.
El paro nacional nos dejó con un Gobierno débil que no entendió las legítimas reivindicaciones de los manifestantes, que no comprende las necesidades de su gente y que no vislumbra cómo salir de la crisis.
En la institucionalidad, el Ejecutivo no es el único perdedor. La Asamblea Nacional y, peor aún, su presidente no supieron qué papel cumplir; y, hasta, la administración de justicia cayó en un mal predicamento.
Para los movimientos sociales, así mismo, el paro nacional tuvo un alto precio. En un país sumido en la pobreza y la miseria, la rebaja de 15 centavos en el precio de la gasolina es importante; no obstante, el acuerdo final no es consecuente con las demandas de la gente. Gary Espinosa, presidente de la Confederación Nacional de Organizaciones Campesinas, Indígenas y Negras del Ecuador (FENOCIN), pensó una y otra vez sobre la rúbrica del documento. Para los manifestantes, el paro nacional tiene como saldo varios muertos, decenas de heridos y cientos de criminalizados.
Más allá de las partes, el gran perdedor es la sociedad entera. La crisis que vivimos y sus secuelas en la salud mental tienen como consecuencia una sociedad más violenta y más individualista; y, por tanto, una sociedad menos democrática y menos fraterna. El clasismo, el machismo, el racismo y la xenofobia están ganando terreno.
Somos un país diverso, intercultural y plurinacional. Somos un país en que pocos tienen todo y muchos no tienen nada. A pesar de ello, somos un país en que, tenebrosamente, incluso desde las “elites”, crece el odio a los “otros”: a los pobres, a los homosexuales, a las mujeres, a los indios, a los negros, a los montuvios y a los migrantes.
Frente a esta vergonzosa realidad cabe una paradoja, no podemos ser tolerantes con la intolerancia. Es urgente que denunciemos, judicialicemos y sancionemos los delitos de odio.