Acaba de trasponer las invisibles puertas de la incorporeidad el más grande y prolífico muralista de Guayaquil y probablemente del Ecuador, Jorge Swett Palomeque.
Su nombre, convertido en el símbolo del artista, inspirado, trabajador y docto, nos permite remitirnos a aquellos artífices del renacimiento, capaces de cultivar el arte, la poesía y la política con singular calidad, lo que les posibilitó recoger la admiración de sus contemporáneos y de la posteridad.
Swett Palomeque, con sutil maestría, fue buscando y encontrando el lenguaje artístico para darle a sus obras la fortaleza y la consistencia mágica que rebasara las épocas y se perennizara en los tiempos.
A través de su dilatada existencia pudo manejar y caminar la senda de la excelencia creadora. En la penumbra de dos siglos, pocos como él obtuvieron y sostuvieron una autoridad descollante de virtuosismo para el uso de las técnicas del muralismo estético, que podía lucir esplendente en el frontispicio de un edificio público, un museo, una terminal aérea o marítima, una universidad y hasta una residencia particular.
Preadolescente aún, lo conocí en mi ciudad natal Portoviejo. Amigo de papá, compartí con ellos momentos importantes de sus esporádicas visitas, y de sus mutuas y respetuosas bromas que se endilgaban. Mi progenitor le decía con cariñoso humor
“Subteniente” -por cuanto Jorge en esos tiempos, joven abogado, trabajaba en la revista Momento, que promocionaba el autodenominado “Capitán del pueblo”, Guevara Moreno-, y en el mismo tono él respondía: “Hay que identificar a los bonzos socialistas, rojos por fuera y blancos por dentro”.
Muchos años después estuvimos juntos en las elecciones del Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura, donde como candidato a presidente venció en toda la línea. Su dedicación al ente cultural fue proverbialmente provechosa.
En esa etapa de su vida dialogamos algunas veces; el recuerdo de la amistad con mi padre lo evocaba con una especie de nostalgia sentida y divertida.
Alguna vez me expresó una confidencia sustancial: una antecesora directa suya, de la rama materna, con otras personas, en la madrugada del 29 de enero de 1910 rescataron algunos restos del general Alfaro de la “Hoguera Bárbara” erigida en El Ejido, para enterrarlas secretamente en el cementerio de San Diego en Quito, acto heroico que ponía de relieve en uno de los momentos históricos mas trágicos de la patria, pero que recordaba con orgullo y dolor.
Es imposible intentar, en una cuartilla, mostrar la magnitud de la obra de Jorge Swett P., de allí que estas breves líneas, ajenas totalmente a las manifestaciones de la crítica especializada -que con mayor conocimiento y rigor considerarán sus creaciones-, son solamente un tributo a uno de los más grandes cultores de las artes plásticas en el Ecuador.