Crear algo a veces significa la destrucción de algo. En un tiempo atravesado por una moral funcional al ordenamiento existente, la palabra destrucción por sí misma, aterra.
Afirmar que se va a destruir algo es políticamente incorrecto, aunque todos estemos de acuerdo en que hay que destruir la corrupción por ejemplo. Muchos queremos destruir el sistema capitalista pero no queremos destruir la vida.
Si el sistema capitalista se construye destruyendo la vida, el reto de la izquierda humanista está precisamente en que debe destruir construyendo.
A diferencia del fascismo, cuyo proyecto político está en destruir destruyendo y por tanto articular a través de la violencia disciplinada una estructura social obediente y no deliberante, la izquierda debe ampliar las libertades y los derechos aunque ello suponga no solo la auto-crítica sino la disolución del proyecto de la izquierda.
Un enfoque dialéctico nos permitirá ver que el triunfo cualitativo del pensamiento no está ya en el triunfo absoluto de la izquierda, sino en el triunfo de la defensa de la vida, mejor, de la buena vida.
Ahí tenemos el núcleo protagonista de la nueva política del S. XXI. El núcleo antagonista está en la mala vida y en la muerte. Y mientras la política tal como la conocemos siga arrastrando las formas del S. XIX y reforzando una estructura de organización social anacrónica, no podrá hacer frente a los verdaderos problemas y los empeorará.
Entonces necesitamos una pedagogía política para la buena vida que cuestione las incipientes formas idealistas y su pensamiento polilógico pero vacío de experiencias transformadoras y nos proyecte a la experimentación efectiva de nuevas formas de organización y relacionamiento social, que sencillamente exalten el bien común más precioso: la vida. (O)