Cuando un occidental visita un país islámico, la prueba más visible de la subordinación de la mujer es la vestimenta. De acuerdo al grado religioso o la tradición, ellas usan prendas que van desde el simple pañuelo o velo que cubre su cabeza, hasta la más oscura burka. En una visita reciente que realicé a esos lugares pude observar, no sin asombro y molestia, la dificultad para poder ingerir alimentos de una mujer musulmana que usaba una burka.
También fui testigo de cómo se entusiasmaban un grupo de mujeres vestidas con burkas que las cubrían absolutamente, mientras compraban maquillaje en una tienda. Para una mujer occidental resulta extraño que opten por usar maquillaje bajo este tipo de atuendos, que oculta hasta sus propios ojos, no obstante las mujeres adquirían estos productos. Una mujer casada puede usar maquillaje para lucir frente a su esposo o familia cercana, contrario a una soltera que no puede “engañar” con estos artilugios a los hombres, de acuerdo a las concepciones imperantes.
La desigual situación de las niñas y las mujeres en los países islámicos es muy compleja, generalmente viven en un estado de subordinación manifiesto que se expresa no solo en su escaso acceso a educación, sino también a recursos. Además de que son consideradas como seres con pocas capacidades, y están sujetas a la observancia de un conjunto de normas y costumbres que las mantienen acorraladas.
El premio Nobel de la Paz de este año otorgado a Malala Yousafzay, la joven pakistaní que hoy cuenta con apenas 17 años, y que lucha por los derechos de las niñas a estudiar, ha generado un relativo consenso.
Las recientes incursiones de grupos talibanes en Pakistán significaron cambios para los derechos de las niñas a educarse, pues ellos anunciaron: “ninguna mujer debe ir a la escuela, y sin van, aténganse a las consecuencias”. La consecuencia fue que Malala fue abaleada, herida y murieron dos de sus compañeros.
Este premio también es un reconocimiento a la lucha de su padre, un educador, quien fue el artífice de la propia Malala. Cierto que su causa recibió el apoyo de medios de comunicación y organizaciones occidentales, pero esto no la desmerece, ni tampoco la convierte en un títere de los poderes occidentales y sus valores. La lucha por la equidad de educación de las mujeres en el mundo islámico es una causa cuesta arriba, puesto que el dominio del patriarcado es un puño de hierro consolidado.
Este mundo nos podrá parecer lejano a nosotros, en cuanto al acceso a la educación o al uso de estas vestimentas. No obstante, la violencia y la discriminación que se viven acá se resisten a ser desterradas, y más bien vemos fortalecerse peligrosamente los casos de feminicidios y violencia intrafamiliar. El problema es que están arraigados en ‘habitus’ sexistas, que ya no nos sorprenden y terminamos por naturalizarlos.