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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

Para un 2016 populista

05 de enero de 2016

A menudo vendida como una panacea que habría resuelto los males del mundo, la democracia representativa vive un momento de inflexión histórica sin que se pueda aún avizorar algo que la pueda suplantar. En el mundo occidental se multiplican vistosas señales de impaciencia e insatisfacción hacia un sistema político incapaz de cumplir con la promesa de democratización y bienestar que llevaba consigo.

El problema principal de la democracia representativa es la facilidad con la cual puede ser secuestrada por los intereses y los apetitos de las élites. La igualdad puramente formal, el libre mandato y los escasos y saltuarios mecanismos de control ciudadano constituyen los aspectos más importantes que caracterizan el hiato entre mandantes y representantes. Es en esta penumbra donde ocurre la captura oligárquica del poder.

En algunos períodos históricos, esta es mediada por la holgura económica que permite amortizar las asperezas de una redistribución desigual o por fuerzas políticas de masa que logran entregar una apariencia de decencia al sistema. Cuando los márgenes son más estrechos, o faltan los sujetos políticos capaces de esta mediación, o peor aún cuando la rapacidad de las élites es más pronunciada, el conflicto redistributivo cobra énfasis, juntos a otras reivindicaciones de índole política. En la coyuntura actual, el antagonismo entre gente común y élites no podría ser más fuerte.

Este antagonismo toma forma en el discurso populista o, así como lo definen últimamente sus adversarios, en la anti-política. Los tonos disruptivos -en contraposición a las letanías hiperinstitucionales de los partidos tradicionales- se prestan para esta apurada clasificación. Sin embargo, los proyectos populistas devuelven a la política su dimensión original: la del desacuerdo, donde diferentes proyectos se confrontan con interpretaciones opuestas. Es justamente en la pretensión de encontrar amplios consensos donde está al acecho la verdadera antipolítica, la cual consiste en proveer soluciones tecnocráticas, falsamente ‘científicas’ e inapelables.

El populismo, entendido como política de neta ruptura con el statu quo, es la forma a través de la cual el malcontento se expresa y organiza para desquiciar la alternancia entre fuerzas políticas diferentes solo nominalmente. Pero el populismo no es un fenómeno unívoco, ya que define genéricamente una oposición tajante sin delinear un rumbo preciso. La creación de un pueblo a partir de las reivindicaciones más diversas necesita de un norte que guíe su política. Es por eso que a veces nos encontramos con populismos que no tienen nada en común, excepto ciertos elementos estéticos. El discurso emancipador de Pablo Iglesias, para hacer un ejemplo, nada tiene que ver con la degradante retórica de Donald Trump.

La xenofobia en Europa y Estados Unidos, así como el cesarismo en América Latina son trampas reales para la persecución de populismo democrático y democratizador, pero es menester trabajar para superarlas y consolidar un movimiento internacional que sea capaz, en cada país, de luchar para el rescate de la gente común y delinear un futuro más allá de la democracia representativa. (O)

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