Sin lugar a dudas, uno de los cometidos relativamente exitosos de la modernidad capitalista ha sido su capacidad de colonización cultural de manera que nos inducen a pensar a su favor, convertirnos no solo en consumidores sino reproductores cotidianos de una ideología individualista y sexista que busca naturalizar un orden social y económico jerarquizado, desigual y excluyente.
A lo largo del siglo XX la industria cultural norteamericana fue la herramienta calculada y usada para permear a las ‘masas’ latinoamericanas. Mientras algunas fuerzas de Latinoamérica resistían impulsando grandes movimientos culturales que se expresaron sobre todo en la literatura y el ensayo académico, el imperialismo cultural penetraba en la vida de los niños y de la gente aplicando finas estrategias construidas en laboratorios de psicología social y por medio instrumentos con capacidad de permear imaginarios y crear sensaciones virtuales de felicidad, entre los que estaban los dibujos animados y los juguetes.
Este proceso y técnica de colonialismo cultural fue advertido en su momento por Ariel Dorfman y Armand Matterlart, en su conocido trabajo Para leer al pato Donald, en el cual se develaron las claves ocultas y los mecanismos de manipulación ideológica para mantener las relaciones de poder, de hegemonía y dominación.
Hoy, mientras los gobiernos progresistas intentan la construcción de Estados fuertes para limitar al mercado y lograr la progresiva igualdad social, económica y política de América Latina, el sistema capitalista sigue utilizando con renovadas máscaras la estrategia de la penetración cultural subliminal. Las urbes están llenas de letreros más altos que las catedrales, que los monumentos patrios, que las propias instituciones, tapan incluso el Sol.
En Guayaquil la marca McDonald’s está en la cúspide del edificio público de la terminal terrestre. En Quevedo, por ejemplo, la marca KFC preside el llamativo arco multicolor y luminoso que atraviesa como monumento referencial la calle principal. En el aeropuerto de Quito las astas de las banderas compiten con la seducción de los letreros de comida extranjera. En Manabí, los carteles de KFC dicen que sembrar un árbol es ‘buenísimo’ junto al signo de la gastronomía grasosa del imperio que se repite más de veinte veces en la vía Portoviejo-Manta.
El socialismo del siglo XXI requiere escala para su realización. Los gobiernos progresistas de América Latina están llamados a desarrollar políticas culturales coordinadas que enfrenten al imperialismo cultural, no solo desde la retórica, sino en los socavones por donde se nos mete el monstruo. La viabilidad de los proyectos que tienen como su objetivo la supremacía de la vida y la sociedad, sobre el capital, no será posible si los valores que guían nuestras vidas son el individualismo, el consumismo y la acumulación de la renta, como medios para alcanzar la felicidad.
Ahora el imperio no solo usa los medios de comunicación convencionales o las redes sociales, sino el propio cielo. Otra cosa sería si Cien años de soledad y las mariposas amarillas estuvieran copando las vallas y penetrando los sueños de los niños. (O)