El último mes, la pandemia, nos ha obligado a parar el ritmo embalado con el que llevábamos nuestras vidas cotidianas. Con el siglo XX llegaron vertiginosamente los avances tecnológicos y con ellos, se nos facilitó la vida y como nunca antes, contamos con más tiempo que las generaciones pasadas. Sin embargo, dedicábamos muy poco tiempo a cultivar el diálogo y compartir las actividades familiares. Las generaciones actuales, por ejemplo los milennials, no saben lo que es una sobremesa familiar. Nos falta tiempo, pero sobre todo para pensar en nuestras vidas; pensar hacia dónde vamos.
El tiempo objetivo, aquel que se puede medir con aparatos como relojes o cronómetros, no ha variado. Ha variado, eso sí, la percepción del tiempo psicológico. Es muy común escuchar “es que no me avanza el tiempo para nada”. Estamos viviendo una tiranía de la velocidad dado que los ritmos de la vida se han acelerado.
Hoy podemos hacer las cosas más rápidamente que nuestros padres y abuelos. Una carta se demoraba en llegar a exterior hasta diez días. Hoy, con tan solo un clic, podemos compartir en tiempo real lo que vivimos en esos momentos. Entonces, lo lógico sería que deberíamos contar con más tiempo. Pero no es así. Es paradójico que mientras más tiempo ahorramos, menos tiempo tenemos para lo más importante. Vivimos con urgencia, agitación, impaciencia y ansiedad. Solo conseguimos vivir siempre en zozobra y desasosiego.
El tiempo se nos va y se escapa entre las manos. El tiempo real es aquel dictado por la economía. La urgencia no distingue entre lo importante y lo necesario. Ahora todo es urgente. Por ello se dice que vivimos la dictadura de la urgencia. Vivir con premura resulta, paradójicamente, que es “vivir intensamente”. Sentir que nos falta tiempo es sentir que estamos vivos. Es más, algunas empresas solicitan candidatos que estén acostumbrados a “trabajar bajo presión”. Este requisito o exigencia se ha convertido en una virtud, siendo en realidad una deficiencia humana que destina poco tiempo para el desarrollo personal o espiritual. Terminamos olvidándonos de nosotros mismos.
Parece que fue ayer que apenas tenía 40 años. No sé en qué momento llegué a los 60… (O)