Al menos eso es lo que vengo leyendo desde hace algunos meses. La principal queja es que la izquierda está enquistada en la ONU y que orquesta un “nuevo orden mundial” abortivo e “inmoral”. Me intriga la pasión con la que insultan a una organización que simboliza la unión de los pueblos, la defensa de los derechos y la lucha contra la discriminación.
La primera vertiente de rechazo tiene que ver con Venezuela y la lenta gestión de Michelle Bachelet; la segunda tiene que ver con la postura de ONU sobre los derechos reproductivos.
La ONU tiene 195 países miembros, pero solo 65 de esos países reconocen a Juan Guaidó. Las matemáticas no le daban para adoptar una posición como la de la OEA (con clara mayoría anti-Maduro) y seis meses después Guaidó sigue sin consolidarse como un agente de cambio.
Michelle Bachelet fue decepcionante y las suspicacias se cocinan solas: quizás ella y su colega socialista tenían un acuerdo. Maduro y Bachelet no son lo mismo. Bajo gobiernos de izquierda (y luego de derecha) Chile se consolidó como el país con mayor número de tratados de libre comercio en el mundo. El socialismo de Bachelet está en sintonía con la globalización y el primer mundo. La gestión de Maduro es una vergüenza para un modelo socialista exitoso. Lo que hubo, creo yo, es una acción de extremada cautela diplomática.
Por otro lado, en octubre de 2018 el Comité de Derechos Humanos recomendó que los países terminen con la penalización del aborto por ser considerado una violación a los derechos de las mujeres y las niñas. ¿El plan secreto de esterilización global? No creo. En el comité hay representantes de 18 países (de izquierda y derecha). Por cierto, el socialista Secretario General, António Guterres, fue un abanderado antiaborto en Portugal cuando era primer ministro.
Hay muchos mitos alrededor, como el que la ONU es pro marihuana cuando la oficina de Drogas y Crimen aún no recomienda que los países no incorporen el cannabis en la medicina.
La ONU ciertamente está más apegada a una agenda progresista porque le interesa la inclusión (como en el caso de los derechos de las parejas GLBTI) y porque se nutre de personas que trabajaron en organizaciones sociales o en la función pública. Suma fracasos, pero tiene más aciertos. Y sobre todo, es necesaria en un mundo cada vez menos solidario y más extremista.