Era el año de 1851. Arthur Kavanagh, miembro de la más poderosa aristocracia irlandesa, vivía en la India, y un día recibió una carta desde la lejana Irlanda. Era de su madre. Ella, indignada, le decía: “A partir de hoy no te consideres mi hijo. No recibirás un centavo más. No me preguntes nada. Muérete de hambre. Adiós.”
Parecía que el deseo de su madre, que reventaba de ultramillonaria, se iba a cumplir porque Arthur tenía veinte años, apenas treinta chelines en su bolsillo y no tenía a nadie que lo ayudara, porque su hermano, que lo había acompañado en el viaje a la India, acababa de morir. Y algo más grave: Arthur tampoco tenía, desde su nacimiento, ni brazos ni piernas.
Pero a pesar de tal discapacidad, y tener apenas muñones, Arthur era capaz de disparar, de escribir y pintar, de vestirse y alimentarse solo, e inclusive era un avezado jinete.
El crimen de Arthur, que su madre no le perdonaba, era que en el viaje a la India, mientras cruzaba Persia, había sufrido unas fiebres que lo dejaron inconsciente varios días. Y en medio de sus delirios, Arthur soñó que un príncipe persa lo llevaba a su palacio donde bellas mujeres de su harén le salvaban la vida. No. No había sido un delirio. Había sido la realidad. Cuando su madre supo lo del harén, lo desconoció como hijo.
Dicen que la falta de alternativas aclara mucho la mente. Entonces, solo en el mundo, sin dinero ni ayuda familiar, Arthur se arrastró por las calles polvorientas, apoyado en sus muñones, llegó hasta la oficina de correos, y consiguió trabajo: demostró que podía montar a caballo, entregar cartas, y que corría a más velocidad porque pesaba menos que cualquier jinete.
Dos años más tarde murió su padre en Irlanda, y Arthur regresó a reclamar la herencia. Ahora era millonario, de nuevo, llegó a ser el más importante miembro del Parlamento y se casó con una bella chica que tuvo miedo de que sus hijos nacieran con la misma discapacidad.
Existe el rumor de que Arthur, entonces, la llevó por sus extensos latifundios y le mostró siete chiquillos, aquí y allá, y dijo que eran sus propios retoños, perfectamente sanos. Al final, también, tuvo siete hijos en su matrimonio, y en vida repartió sus tierras para campesinos pobres de la región.
Arthur Kavanagh no tenía ni brazos ni piernas, pero sí otros dones, como la fuerza y la bondad, ausentes en su madre y en muchos humanos del mundo actual.
En ajedrez, sacrificios y tenacidad, también rinden sus frutos. (O)