Iñaki tiene tan solo 5 años y presenta un trastorno de la personalidad, toma medicación y su pronóstico es reservado. Su caso fue conocido por la Junta de Protección de Derechos, hace algo más de 2 años. Fue su abuela paterna quien denunció los múltiples maltratos tanto físicos como verbales a los que el niño era sometido.
La Junta actuó rápido, dictó medidas psicosociales, ordenó que Iñaki sea sometido a un tratamiento psicológico al igual que a sus padres quienes -a pesar de no vivir juntos- debían garantizar al niño un núcleo familiar sano. A la par, la Junta dio una orden de cuidado a la abuela paterna, la misma que fue ratificada por un juez.
Ya en manos de su abuela, el niño manifiesta su deseo de no querer ver a su madre; su psicóloga, al ver y sentir su angustia, pide a la Junta una orden de alejamiento. A esto se suma la sospecha por parte de su abuela y de sus maestras de que Iñaki ha sido víctima de abuso sexual.
La Junta da la orden de alejamiento y recomienda asistir donde una especialista en abuso sexual infantil; ella confirma que el niño no solo era víctima de violencia física y verbal sino también de incesto.
Y aunque resulte difícil de creer, las mujeres también abusan sexualmente de las y los niños, pueden ser sus madres, madrastras, primas, tías, abuelas, niñeras, maestras, etc., quienes, a diferencia de los agresores varones, presentan altos porcentajes de abuso sexual en la infancia. La madre de Iñaki vivió en carne propia este flagelo y aunque nada justifica su accionar, no es nuestra función juzgarla, sino proteger al niño.
La concepción de maternidad y femineidad impide muchas veces una correcta intervención de los operadores de justicia y de la sociedad. El caso de Iñaki no es la excepción a esta regla, la fiscal de la causa ha puesto en duda la palabra del niño, el trabajo de sus psicólogas y el de la Junta de Protección Derechos, al hacerlo lo está dejando en indefensión.
Las ofensoras sexuales existen, por mucho que nos cueste aceptarlo. (O)