La primavera árabe, una reacción en contra de varios regímenes hereditarios y patrimoniales, siembra muchas incertidumbres sobre el futuro equilibrio geopolítico de la región.
La caída de los regímenes pro-americanos de Ben Ali en Túnez y de Mubarak en Egipto, hacían pensar que Irán podría salir fortalecido. Pero en las últimas semanas el recrudecimiento de la oposición a Ahmadinejad (esta vez hasta de tinte religioso-conservador) y la fuerte desestabilización que padece Siria, ponen en telón de duda esta hipótesis.
Los europeos y los norteamericanos decidieron muy pronto que no tenían mucho que ganar de una revuelta democratizadora en el Medio Oriente; pero si la transición es inevitable, que por lo menos los nuevos gobiernos sean “puestos por nosotros”. La intervención de la OTAN en Libia responde sin duda a este raciocinio.
Para EE.UU. lo más urgente era precautelar la estabilidad del Golfo Pérsico. En Arabia Saudita el anuncio en febrero de un paquete de $34 mil millones para ayudar a los más desfavorecidos, reflejaba por primera vez en décadas algún temor en este sentido. Y si hoy las mujeres saudíes se filman conduciendo, en el contexto de la absoluta prohibición de las mujeres al volante, es porque aquel edén de estabilidad política tan apoyado por Washington también atraviesa momentos delicados. Por lo demás, el peligro de una transición política en Bahreín, protectorado histórico de la Casa de los Saud, que se saldó en una masacre sin precedentes para aplacar las demandas de la población, y una alta conflictividad en Yemen, también significan preocupaciones geopolíticas inusitadas para los saudíes.
Israel quizás haya sido el mayor perdedor de la primavera árabe. El derrocamiento de Mubarak, como lo demostró simbólicamente la reapertura del paso fronterizo entre Egipto y Gaza en mayo, fue un revés. Pero lo más significativo es aquel gran hartazgo árabe con la arrogancia de Netanyahu, y la amenaza de una posible Tercera Intifada palestina, esta vez apoyada por Egipto, Jordania, Turquía… otrora aliados incondicionales de Israel,
Turquía ciertamente sale fortalecida. Erdogan acaba de reelegirse de manera holgada y busca asumir el papel de árbitro en los conflictos de la región. Su creciente enemistad con Israel le otorga, además, cierta legitimidad en un mundo árabe que aún recuerda los vestigios coloniales del Imperio Otomano pero hoy ve en Ankara un actor de peso para que Israel, extraviado en un autismo geopolítico poco estratégico, pueda dar los pasos tan esperados para mayor paz en la región.