“Nosferatu” (2024) de Robert Eggers es la tercera película que se realiza con el mismo denominativo de la historia del cine. La primera fue “Nosferatu, una sinfonía del horror” (1922) de Friedrich Wilhelm Murnau y la segunda, “Nosferatu el vampiro” (1979) de Werner Herzog. Todas estas obras toman como punto de partida la clásica novela gótica “Drácula” (1897) de Bram Stoker, de la cual sacan su hilo central: un vampiro que, con el pretexto de comprar una casa, va a una ciudad donde, aparte de sembrar el terror, en realidad busca poseer a una mujer. Claro está que la obra de Stoker es mucho más compleja y tiene diversas líneas temáticas que han sido explotadas por otras versiones, tales como “Drácula de Bram Stoker” (1992) de Francis Ford Coppola. La historia de Drácula ha dado lugar a casi una cincuentena de películas, pero solo tres toman el nombre de Nosferatu. Este sustantivo, por cierto, también estaba mencionado en la novela de Stoker como otra de las denominaciones del vampiro de Transilvania.
En este contexto, ¿en qué medida la obra de Eggers es una contribución al desarrollo y comprensión del personaje? O, si se quiere, ¿su película da un paso más respecto de las otras versiones?
Partamos indicando que “Nosferatu” de Eggers, si bien emplea la línea narrativa ya señalada, aunque cambia los nombres de los personajes, enfatiza el terror desde lo estético. La película, desde el inicio, nos pone en medio de un paisaje urbano oscuro, frío, invernal que nos hace presentir un mundo signado o determinado por el mal; hay muy pocas escenas donde el brillo del sol hace desaparecer el reino de las sombras. Se podría decir que la intención de Eggers de introducirnos a sentir el miedo en medio de las oscuridades que incluso rodean a la sala de cine es un propósito bien logrado.
Hay que sumar a ello el desempeño de los personajes, los cuales, en medio de este paisaje, son conscientes de que el hálito de la muerte está sobre sus hombros. El director fuerza sus estados de ánimo, al punto que en la película aquellos están siempre en tensión o en situaciones límite. Por esta figuración nos damos cuenta de un tipo de sociedad donde la violencia teje las relaciones; y esto se aviva con la presencia del vampiro, ser diabólico, ser de las profundidades. Un aspecto que sobresale en el filme de Eggers es, entonces, la latencia de la violencia que opera además como pulsión de la naturaleza de la vida.
Si tenemos que leer simbólicamente la película, es por este efecto logrado en el plano estético: la vida misma es posible explicarla en virtud de estar dinamizada por lo violento o lo salvaje. Es decir, para vivir hay que matar; el vampiro vendría a ser la metáfora de lo salvaje que horada la bien aquietada modernidad, cuyo signo vendría a ser la ciudad, lugar de orden y seguridad. Solo es posible darse cuenta de lo exterior (que muchas veces se ignora) cuando se materializa como una presencia inquietante a la par de su irruptora violencia. Ahí lo externo es monstruoso y este mismo hace su papel.
Sin embargo, cabe considerar al monstruo, Nosferatu. ¿Es un muerto viviente? ¿Es un ser del otro mundo? ¿Es un no muerto? En la película de Eggers, este nombre y hombre es el siniestro vampiro, la misma prefiguración de la muerte. Es la recreación de la muerte en sí misma y es ahí donde quizá se diferencia del resto de las otras películas realizadas usando el sustantivo de Nosferatu. Porque en las otras, tanto en la de Murnau y luego la de Herzog, de acuerdo con una especie de etimología e interpretación, el vampiro traía la enfermedad letal y como tal la muerte. En el gótico clásico, el temor a la muerte se figuraba con la exterioridad, la otredad monstruosa. Eggers pretende enfatizarla, pero al mismo tiempo demuestra que Nosferatu es la misma calavera de la muerte, cuyo hálito pesará como atmósfera en la ciudad y la vida de sus habitantes.
En “Nosferatu”, aunque connotamos lo señalado, mantiene igualmente lo que estaba en las otras versiones de Nosferatu (por lo que es un remake). Se trata de un vampiro “enamorado” o seducido por una mujer. Esta situación implicará su acabamiento o su derrota. En la versión de 1979, Herzog, asimismo, le daba al monstruo la dimensión del apasionamiento con la belleza de la mujer al punto de la sexualización del encuentro amoroso. En la obra de Eggers de pronto notamos un singular cambio: el acto amoroso-sexual develará en realidad que el ser humano finalmente copula con la muerte. Y esta escena se representa en forma de un impresionante cuadro que hace referencia al mito de la muerte y la doncella, en el que la muerte va todas las noches a buscar el calor del seno de una mujer. El cuadro homónimo que inspira es el del pintor renacentista Hans Baldung Grien; Eggers hace referencia a él en parte, aunque suma una representación al estilo expresionista, usando también la estética de Egon Schiele. “Nosferatu” de Eggers es una relectura del eros ligado con la muerte: el amor extremo es la muerte.
Puede ser que el filme de Eggers se sostenga en cuanto a lo simbólico; sin embargo, se nos antoja demasiado histriónica, muy ruidosa, extremadamente densa. ¿Quiso el director, en efecto, crear la sensación de estar en el propio infierno? El exceso hace que su película a ratos sea pesada, grotesca y, en otros, caricaturesca. Ante ello, uno prefiere el silencio del primer Nosferatu, el de Murnau, cuya poesía visual es insuperable, o la sordidez que envuelve a lo erótico en la obra de Herzog.