Los ecuatorianos estamos viviendo en cuarentena, salvo quienes irracionalmente deciden no vivirla (por motivos exclusivamente innecesarios, como “jugar a la pelota”); en medio (para quienes somos creyentes) de una Cuaresma distinta a las que habíamos participado, marcada –exógenamente– tanto de sumo dolor, precisamente debido a esas bajas humanas producto del covid-19, así como de un impedimento (dadas las circunstancias) de vivir presencialmente la Eucaristía dentro de una Iglesia.
Ahora bien, en medio de este panorama, todos y cada uno de nosotros hemos evidenciado que el tiempo está, a ratos, “de sobra”, y ha servido para –en buena hora–: unir familias separadas por el resentimiento que corroe el alma; o para fortalecer lazos interpersonales con quienes nos hemos alejado (familiares o amistades) por esas “rayas emocionales” que, a veces involuntariamente, provocamos; o, incluso, valorar nuestra libertad y detenernos en imaginar la historia de vida de aquellos quienes tienen menos que lo que tenemos cada uno de nosotros: sí, nuestros hermanos, a quienes, paradójicamente, nosotros los “hacemos de menos”, cuando les hemos ayudado pero casi siempre sin mirarles a los ojos. Sin embargo, aun así hay quienes se preguntan: ¿Cuándo volvemos “a la normalidad”? Pero, qué es “la normalidad”.
“La normalidad” será acaso tener un estilo de vida de excesos (abastecerme de alimentos, y botarlos por no alcanzarlos a consumir), de abusos (eludir responsabilidades laborales para perjudicar a mis colaboradores). Calza perfectamente aquí una reflexión que escuché de un sacerdote español, donde decía (palabras más, palabras menos): ‘Confiemos en Dios y demostremos así a quienes creían que “son importantes” por su “alto cargo”, por sus “fuertes amistades”, o por “su billetera”: un virus les ubicó; y es vital volverse a Dios”.
Como dijo Don Otto S.: Dios bendiga al Ecuador. (O)