¿Cuál es el papel de un comentarista editorial? ¿Qué significa opinar con libertad de expresión? ¿Dónde está la tenue línea que separa la interpretación de los hechos con la posibilidad de hacer afirmaciones que puedan ser objetivamente tachadas de “verdad” o de “mentira”?
Tras la millonaria demanda del presidente Correa a los directivos y a un editorialista de un diario, estas preguntas aparecen recurrentemente en los espacios de debate público, e incluso son el tema de opinión de muchos editorialistas de varios medios impresos. En unos casos, las respuestas son una especie de necesario auto-examen de la responsabilidad que debe tener alguien a quien se le concede el espacio para expresarse abiertamente. En otros, simplemente se hace la defensa incondicional de algo que pomposamente llaman “libertad de expresión” y a la cual deifican sin advertir sus límites y sus reales debilidades. Otros salen a poner el cuerpo en protección del medio o del jefe editorial demandados. Unos pocos más han aprovechado sus columnas de opinión para atacar virulentamente a quienes consideran sus “enemigos” y sacar a la luz sus minúsculas arrogancias y miedos.
Si voy a hacer uso del mismo espacio debo aclarar honestamente mi propia apuesta. Así, defiendo que la opinión periodística es imprescindible para un saludable funcionamiento del sistema democrático. Ya lo decía Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé para que pueda decirlo libremente”. Pero al mismo tiempo, la visión realista -y a la vez utópica- de la democracia que profeso, alumbra las tiranías de la comunicación contemporánea y sus limitaciones para operar como poderoso baluarte de la libertad y como instrumento para ampliar la igualdad humana.
Como lo advierte frontal y lúcidamente Raoul Vaneigem, “la libertad de prensa ha sido y sigue siendo un arma contra todas las tiranías”, pero “el ejercicio de esa libertad se ha visto singularmente desnaturalizado por los progresos técnicos de la manipulación de masas, de la publicidad, de la propaganda, de la comunicación, de la información, de la escenificación de la vivencia, con el propósito de someter al poder del dinero y al dinero del poder una conciencia envilecida por el miedo y el pensamiento condenado a la indigencia y a la autocensura”. No basta con decirle “no a las mentiras”; opinar demanda comprometerse en una lucha sin cuartel contra el miedo, las miserias humanas y, sobre todo, contra la desigualdad y la explotación.