La decisión de procesar a un expresidente- en cualquier sitio del globo terráqueo- es una tarea riesgosa, al tener en cuenta las profundas grietas que el fanatismo político, cual semilla, quedó sembrado en territorio. Pero el costo de no buscar la justicia contra un dirigente que puede haber cometido delitos sería aún más alto.
El reiterado desprecio por la ley suele conducir a una o varias acusaciones penales, y esa es la consecuencia a la que se enfrentan hoy varios expresidentes latinoamericanos, incluido Donald Trump en Estados Unidos, país que incursiona en un camino que nunca antes había recorrido; uno lleno de profundas consecuencias para el estado de la democracia más antigua del mundo.
Gracias a la solvencia ética y moral, algunos fiscales dejaron de lado las preocupaciones por las consecuencias políticas, o la reverencia por la presidencia al iniciar exhaustivas investigaciones penales sobre la conducta de quienes alguna vez dirigieron sus naciones.
Si el académico y estudioso analiza el mapa político de las tres Américas y el Caribe, se evidencia que: los hermanos Castro, Noriega, Balaguer, Chaves, Maduro, Morales, Fujimori, Castillo, Correa, Lula, Bolsonaro, Néstor y Cristina Kirchner, Ortega, Bukele, López Obrador, Trump y muchos más, trastocaron la relación entre la presidencia y el estado de derecho, llegando en ocasiones a afirmar que el presidente está por encima de la ley. La mayoría de ellos, no sólo vulneraron la ley, sino también abusaron de su cargo presidencial.
Ni a ellos, ni nadie se les debe permitir dañar la institucionalidad legal y política de un país y para ello, las instituciones deben mostrarse sólidas y fuertes para exigir responsabilidad por los daños causados. Se requiere también de un sano respeto por el sistema legal además de una educación ciudadana para todos dejar de lado las opiniones políticas a la hora de formarse un juicio sobre estos casos. La justicia no debe extenderles ningún privilegio como expresidentes y deben aplicarse los mismos procedimientos que a cualquier otro ciudadano.
Los expresidentes, alguno de ellos, con gula de poder aspiran terciar en nuevas elecciones, niegan las acusaciones y han expresado que las causas presentadas e inclusive las sentencias emitidas en su contra, obedecen a lawfare, '’guerra judicial o jurídica’’.
Los ecuatorianos estamos muy familiarizados con los vocablos (ley) y (guerra), expresión que suelen acuñar para señalar que la función Judicial es utilizada como un actor partidario para desprestigiar la carrera política de un opositor o trabar una política pública, entre muchos otros casos.
Cuando el ciudadano de a pie analiza lo que sucedió la semana pasada en New York, Estados Unidos, con el ex presidente Donald Trump y aspirante a la reelección en el 2024, entiende que la justicia es un conjunto de pautas y criterios que establece un marco adecuado para las relaciones entre las personas e instituciones, autorizando, prohibiendo y permitiendo acciones específicas en la interacción de individuos e instituciones.
La esencia de la justicia es la idea de bien y la reparación equitativa de aquellas cosas que se consideran un bien común y no puede ni debe doblegarse ante poderosos que usan smoking o ponchos ni delincuentes de guante blanco. Nadie sobre la ley.
El exmandatario prefirió acudir a la fiscalía en el bajo Manhattan. Se le imputaron 34 delitos de los cuales se declaró ’’no culpable’’ ante el juez de la Corte Suprema del Estado, Juan M. Merchán. En diciembre, ciudadanos del mundo seguirán el proceso jurídico.
Sin duda, procesar a expresidentes ahonda las divisiones políticas existentes que tanto daño han hecho a varios países sobre todo en los últimos años. La experiencia muestra como avivan la división, al tachar a los fiscales que están detrás de las investigaciones. La lista es extensa.
Vale recordar ciertos casos: Alberto Nisman, fiscal, presenta una grave denuncia contra la presidenta de su país, acusándola de traición a la patria y horas antes de testificar ante el Congreso, es hallado sin vida en su departamento con una bala en la cabeza. En Centro América, un par de juezas debieron abandonar Guatemala ante permanentes amenazas; en Ecuador, aún duelen los oídos ante el procaz vocabulario contra la fiscal Diana Salazar, proveniente de los sentenciados en el caso Sobornos.
El expresidente de la década pasada, desde que fue sentenciado, ha persistido en mover sus fichas y dardos para socavar la credibilidad del presidente del Ecuador, elegido en urnas y quien no goza de apoyo popular debido a su deficiente capacidad ejecutiva, miopía política e inercia. La mayoría de la Asamblea Nacional, que ha trabajado y fallado algunas intentonas, se prepara para en mayo llevar adelante el juicio político a Guillermo Lasso, quien para Unes, PSC y un PK dividido, es obstáculo para sus planes.
El señor presidente, quien por primera vez aseguró que la comunicación en su gobierno no ha funcionado, al ser consultado si el gobierno está preparado para en el caso de llegar a aplicar la Muerte Cruzada, controlar los desmanes ante un posible ‘’calentamiento en las calles’’, evadió una contundente respuesta. Por la experiencia vivida, es de esperar que el gobierno se prepare para disuadir posibles nuevos estallidos.
Ya es hora que la justicia como principio constitucionalmente consagrado como valor superior del ordenamiento jurídico en el que confluyen los de razonabilidad, igualdad, equidad, proporcionalidad, respeto a la legalidad y prohibición de la arbitrariedad, sea el camino para fortalecer nuestras democracias.