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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz - cmurilloruiz@yahoo.es

Mujeres para tocar

23 de noviembre de 2015

En las entrañas de las sociedades antiguas y modernas anida una violencia concreta que tiene como centro a las mujeres; a partir de allí se configura una espiral de violencia –pública y privada- que espeluzna. En situaciones de guerra esa violencia se exacerba y en condiciones de paz los ataques se solapan en los espacios paradójicamente establecidos para la reproducción de la vida y la economía: el hogar y el lugar de trabajo. Pero ninguno de estos escenarios protege a la mujer del ataque sexual; y es que una violencia estructural marca su dolorosa y lenta evolución, es decir, su vulnerabilidad social se expresa en la más cruda de las violencias: la sexual.

Así, el cuerpo de la mujer ha sido uno de los primeros “sitios” donde el morbo deposita su horrible crimen. Violar a una mujer –las mujeres del bando enemigo- se constituyó en una especie de gloria para algunos soldados; porque esa humillación no solo concernía a las mujeres violadas sino a los hombres –los soldados enemigos- que enseguida dedujeron que semejante asalto habría de ser devuelto lo más pronto posible.

A dos días de conmemorar el Día internacional contra la violencia de la mujer (que encierra un hecho terrible: el asesinato de la hermanas Mirabal por parte de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, en 1960), es imperativo recordar a las mujeres en cuyos cuerpos se aglutinó la perversidad de la noción falocrática que articula y da sentido a una embestida, en apariencia, primitiva y excepcional: la violación.

Ciertos códigos sociales menosprecian la violación sexual porque suponen que la agresión la cometen hombres enfermos a los cuales hay que, en el peor de los casos, encerrar; y, en el mejor, curar. La discusión se cierra con la negación de las víctimas y el tratamiento abstracto de la figura violación sexual.

Pero las violaciones existen en distintos niveles y espacios, y los perpetradores no necesariamente son ‘enfermos’. Hace algunos años Joanna Bourke publicó un libro denominado ‘Los violadores, historia del estupro de 1860 a nuestros días’, en el que estudia, entre otras muchas cosas, la ‘normalización’ discursiva que suele acompañar a la violación sexual -y al violador- y las múltiples reacciones –de orden social- que generan delitos como este, ayer y hoy. Los procesos allí expuestos abarcan áreas institucionales (hogar) que en determinados momentos se encargan de “propiciar” la violación y, luego, su tratamiento jurídico (leyes). Todo el libro es un detallado análisis de casos donde se despliega la complejidad de un crimen sexual que no solo es cometido por un enajenado cualquiera sino que revela una parte sustantiva de la parafernalia creada para encubrir o relativizar una conducta a todas luces anómala, pero nunca individual ni excepcional.

Hay otras violencias que atraviesan la cotidianidad femenina y que tienen que ver, por ejemplo, con las relaciones afectivas y domésticas, y las laborales y públicas; pero casi todas estas violencias lucen como telón de fondo el ‘uso’ del cuerpo femenino. Uso que resume el destino de muchísimas mujeres: cuerpos para ver, cuerpos para tocar. Todavía hoy. (O)

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