Que las mujeres asumamos las labores de cuidado cuando se trata de nuestros padres o de familiares ancianos es un paradigma sobre el que la sociedad no se cuestiona y que, más bien, por siglos, lo ha naturalizado como obligación que recae sobre nosotras.
La novela de Laura Esquivel, Como agua para chocolate, que retrata a la sociedad mexicana de principios del siglo XX, narra que la hija menor está predestinada a cuidar a su madre y, sobre este destino, no hay ninguna elección. Un siglo después las mujeres seguimos siendo absorbidas por estas costumbres que entretejen historias de desventaja, falta de oportunidades y de elección.
Gladys lo sabe muy bien. Ella es la menor de tres hermanos y la única mujer. Gladys, de 50 años, desde los 18, cuida a su padre que tiene discapacidad física después de sufrir un accidente de tránsito. ¿Por qué sus hermanos varones no comparten estas obligaciones? Porque son hombres, le dice su madre, se lo dicen sus tías y se lo repite ella misma.
Por este trabajo, Gladys no recibe ninguna remuneración; tampoco goza de afiliación al IESS, pago de décimos, fondos de reserva o vacaciones. Por ende, Gladys no recibirá jubilación, lo que la pone en grave situación de vulnerabilidad.
Según el INEC, en 2019, las mujeres, en comparación con los hombres, dedicamos anualmente el triple de horas a las tareas no remuneradas del hogar. En cifras, esto equivale al 20% del PIB. Para complementar el análisis, el censo de 2010 reportó que solo el 0,1% de población masculina abandonó sus estudios para invertir ese tiempo en realizar las tareas no remuneradas del hogar; es decir, es una excepción que ello suceda.
La historia de Gladys retrata la realidad de muchas mujeres ecuatorianas que entregan sus vidas a cuidar a sus familiares, sin que por hacerlo reciban remuneración y beneficios de ley. Cuando las mujeres como Gladys envejecen están orilladas a la indigencia, el abandono, la soledad, la precariedad y el olvido. (O)