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El Telégrafo

Mujer-ama de casa, sin jubilación

08 de marzo de 2012

A la mujer-madre, de cualquier clase social ecuatoriana, la conocemos todos desde que nacemos. Ella nos cobija, nos alimenta, nos mima, nos auxilia, dándonos oportunidad de fortalecimiento físico y espiritual que nace del amor auténtico, alimento del alma que esculpe y fortalece la esencia de nuestro carácter y la facilidad que tengamos para integrarnos a la comunidad a lo largo de la vida y, en consecuencia, desempeñarnos como un mejor ser humano. Sin duda que no existe mayor importancia, ni cabe más grande responsabilidad que aquella de ser mujer-madre.

Sabemos de su esfuerzo permanente, que no conoce de  agotamiento ni descanso. Aunque ella, ya vencida por los años, no tenga aliento suficiente para ayudarnos de manera material, siempre estará presente su trato cariñoso y su consejo sabio y oportuno, basado en su amor sin límites ni condiciones. Ese amor que no tiene fronteras de tiempos o de espacios y que da fuerza a nuestra vida en cualquier circunstancia, con solo recordarlo.

Pero la mujer-madre de los sectores populares merece un especial análisis. Ella es la que soportará siempre, a lo largo de su vida de ama de casa, similar esfuerzo que llega en muchos casos más allá de lo humano.  Su jornada del día avanza hasta el infinito y comprende mil tareas domésticas, todas ellas perfectas, porque son inspiradas en el amor a los suyos. Por ellos hace el mercado con lo que alcanza en su monedero, y al llegar a su casa prepara luego los alimentos lo mejor que se puede en tales condiciones. Lava y plancha la ropa de sus amores de manera perfecta.

Limpia su vivienda hasta verla impecable. Es la que lleva al hijo puntualmente al dispensario –“no sea que se me olvide una vacuna”-. La que se desespera cuando se ve lesionada la salud de alguno de su familia y  hace guardia en el hospital, atenta siempre a las reacciones  de su enfermo y a la opinión de los médicos.

La madre de nuestro pueblo es aquella que no descuida la educación del hijo. La que hasta hace poco tiempo formaba parte de colas infinitas y veía llegar un nuevo día a la puerta de la escuela o el colegio para lograr una matrícula. La que ahora también protesta airadamente frente a los abusos de un profesor sin escrúpulos, la que reclama por la falta de servicios en su barrio y se solidariza ante el drama familiar que pudieran llegar a vivir sus vecinos.

En un tiempo cuando el trabajo fuera de casa es recompensado después de algunos años de labores y el cumplimiento de varios requisitos, con el justo retiro de la  responsabilidad  laboral y la entrega mensual de su pensión jubilar, la madre que año tras año permanece en su casa, cuidando de su marido y de sus hijos, no tiene todavía esperanza de disfrutar del descanso a su esfuerzo ilimitado, sin paga ni recibo de una pensión jubilar llegado ya  el ocaso de su vida, sin recursos propios y a expensas de la comprensión y “generosidad” de terceros, aunque ellos fueran sus propios hijos o su mismo compañero.

¿Injusticia de este tiempo? De este tiempo que todavía no considera al trabajo del hogar un esfuerzo que debe ser remunerado, como sujeto de jubilación con todos sus beneficios.  ¿Es esto un discrimen del siglo XXI hacia la mujer-madre trabajadora dentro de casa, cuyo esfuerzo es quizás mayor al de aquella que sale de su hogar para cumplir con una labor remunerada?

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