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El Telégrafo
Juan Montaño Escobar

Muhammad Ali y nosotros

08 de junio de 2016

Al igual que Nelson Mandela, en la prisión de la isla de Robben, muchos jóvenes negros, en el mundo, escuchábamos por radio los épicos torneos de box de Muhammad Ali. El de mi casa era un Philco de perillas marrón y amarillo, se volvió trasto de museo cuando ya no se pudo comprar los tubos incandescentes. Era la conexión con el planeta impuntual de las noticias de los diarios. Aquella vez escuchamos, oído pegado a la bocina, el combate en Kinshasa y aprendimos a no confiar en el destino manifiesto de las personas ni de las comunidades. Había triunfado no con los ritmos de la mariposa y la abeja, sino porque debía mantener el compromiso con la leyenda de ser el más grande, ese pensamiento audaz y necio de su recreación.

El mundo tomó nota de su nombre de persona libre: Muhammad Ali. El derecho a la resistencia triunfal, el perfecto arte de perpetuar el recuerdo de la mala historia de esclavización, subir la montaña más alta y allá en la cumbre sacarse la piedrita fastidiosa o para decirlo con los versos devotos de Aimé Césairè: “Y has enseñado a las razas explotadoras, la pasión de la libertad”. Muy cierto, fue el campeón de la gente allá donde la clase política era estorbo y ninguna necesidad. La iconoclastia popular destruía altares e inventaba mitologías alternativas, la imagen de Ali quedaba dibujada en los muros barriales o sus rimas eran gritadas como consagración de unos deseos emancipatorios. El negro pregonero de la revuelta, en grafía celebrativa de Césairè.

Las dos etapas obligatorias de la muchachada. Una, te crees, sin mediar análisis, el flow de los aprendices de brujos o de los próceres de pacotilla. Y dos: agarras experiencias de calle y afinas la intuición porque adquieres olfato para discernir el mal aliento de la demagogia. Nos ganaba en preferencia su inicial boxeo fantasmal con sus knockouts, pero entendimos que por alguna razón histórica el ring era una tarima falsa, lo suyo era la palabra, la rima y el ritmo (la jututa idea canónica), el atisbo del rap, el bembeteo alabancioso que encandilaba al público académico o lo que alguien llamó l’otre-Force, “un ente oral que genera vida y acción al tiempo que es vehículo de conocimiento y sabiduría”, tomado de Tradición oral africana y su supervivencia en la transafricanía: el caso del Perú, de M’baré N’gom, p. 29.

A Martin Luther King Jr. y Malcolm X unamos a Muhammad Ali, por llevar la tradición oral afroamericana a nivel emancipatorio y porque para él no hubo palabra no dicha, más bien fue breaking o expresiones de lenguaje corporal (boxeo o fintas en ruedas de prensa, por ejemplo). Un exquisito profesional de la palabra, un griot. El mal de Parkinson fue para Ali como sepultarlo en vida, batalló con la enfermedad y le conoció todos los golpes, menos el del viernes 3 de junio de 2016, a ese no lo vio venir. Angelo Dundee, su entrenador a lo Sun Tzu, solía decir: “El golpe que no ves venir, ese es el que te tumba”. Y siempre tuvo razón. (O)

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