Los muertos los pone El Alto, los muertos los pone Senkata: ni héroes ni hordas
La guerra del gas (2003) y la asunción de Añez (2019) en Bolivia, son apenas dos de los muchos hitos referenciales que dan cuenta del asesinato y mal trato sistemático a los vecinos de El Alto y en especial de Senkata (distrito 8), una urbe predominantemente obrera, migrante, aymara, campesina minera y ciudad dormitorio de un número importante de ciudadanos de clase trabajadora que cada día transita hacia dentro y fuera de la ciudad de La Paz.
Mientras el año pasado los medios tradicionales defendían el uso de armas de fuego y el “actuar oportuno” de las fuerzas del orden frente a una supuesta amenaza de manifestantes de volar la planta de hidrocarburos en este distrito (sospecha no probada) muchos alteños lloraban a sus muertos en un contexto de invisibilidad de sus testimonios, mismos que daban cuenta de que la mayoría de los caídos eran apenas trabajadores que se dirigían a sus fuentes laborales, al mismo tiempo que los sobrevivientes heridos se refugiaban en sus casas para tratar sus dolencias por temor a ser detenidos, denunciados y mal tratados por los médicos de los nosocomios cercanos, quienes prejuiciosamente y con desprecio les atribuían ser militantes del partido MAS.
Unos días más tarde y portando los féretros con los cadáveres de los caídos, los vecinos de Senkata y de El Alto en general, se dirigieron a la ciudad de La Paz en una multitudinaria marcha a la voz de “Añez asesina”. El objetivo era llegar a la Plaza Murillo, hacer visible la injusticia y exigir sanción para los asesinos, sin embargo, unas cuadras antes de llegar a su destino fueron embestidos por bombas de gas lacrimógeno, detenidos y dispersados, mientras los ataúdes eran abandonados en plena vía pública.
El gobierno transitorio de Añez los llamó entonces delincuentes, dirigentes pagados, terroristas. Unos meses más tarde el presidente electo Luis Arce (MAS) los llamó “héroes de la democracia” les llenó de flores y arbitrariamente sugirió que habían defendido el proceso.
Lo cierto es que los asesinados y heridos en su mayoría manifestaron no pertenecer a ninguna de esas polares categorías, no son ni fueron monstruos de maldad y tampoco héroes, eran vecinos, albañiles, obreros, padres de familia, estudiantes, personas que a pesar de los conflictos no podían dejar de trabajar para llevar el pan a sus casas y que ese día se encontraban en tránsito por Senkata. Estos datos los ha confirmado la primera visita de veedores de la CIDH luego de la presentación de los testimonios de familiares y heridos que dieron cuenta de la que se denominó “la masacre de Senkata”.
Un año más tarde, los féretros de los muertos siguen peregrinando simbólicamente entre El Alto y la ciudad de La Paz, sus seres queridos siguen clamando justicia. Hasta ahora piden a los gritos que se instale una comisión por la verdad que investigue los hechos, asunto que ha permanecido paralizado. Ellos no necesitan un monumento ni una placa de reconocimiento, no necesitan tampoco la indiferencia clasista y racista de los medios de comunicación tradicionales, necesitan justicia, reparación y respeto. Necesitan que dejen de tratar sus cuerpos y sus vidas como botín fundante de cada nuevo orden político como si de un sacrificio se tratara, donde la toma de la vida del que se considera adversario pareciera ser un requisito. (O)