Hitler, en la intimidad, solía decir que el humano debe elegir simplemente entre existir o tener un destino. Lo que no comprendió el Führer es que esa división, tan clara, no es optativa.
La mayoría de los seres humanos no tienen historia. Poseen una existencia, fugaz en la eternidad, y perecen sin dejar rastro, recuerdo o arena. Nuestro planeta es un inmenso cementerio de aquellos que pasaron por aquí y de quienes dudo que hayan estado vivos alguna vez.
Pero se muere mejor si nadie sabe que estás vivo, pues nadie debe cargar con el peso muerto de tu muerte, menos aún con culpas y demonios. La vida es social o solo naturaleza y, en la naturaleza, la muerte no existe. La muerte es la frivolidad de nuestra cultura.
Por ello no hay pena mayor, en la escala de la misericordia, que ver cómo un sistema democrático de voto obligatorio permite a seres sin destino llegar a rangos que en un mundo ideal son solo para los vivos. Este triste intento de forjarse una historia de Tuárez, Desintonio, Chalá y Gómez, quienes, recuerden mis palabras, morirán sin ser recordados, pues los seres sin historia, ni por salir en medios, logran formar parte del recuerdo.
Estos cuatro personajes, en su banal existencia, no pudieron verse al espejo y comprender que son personas sin luz, de aquellas que entran a cualquier lugar y nadie las mira, son invisibles, son una pausa, un vacío, una ausencia.
Cuando como país alcancemos a entender cómo muere lo efímero, entonces podremos dar pasos hacia delante. Cuando comprendamos que quien debe gobernarnos es gente con luz propia, trascendente, superior (en cultura, intelecto y valores), entonces dejaremos de ser un predio bananero.
Pero, mientras el voto obligatorio se mantenga, cualquiera (en todo el sentido de la palabra) será quien nos domine y al final de sus días, será quien muera sin que recordemos, en nuestro estado de sonambulismo, si alguna vez estuvieron vivos. Esa es nuestra tragedia, la de los gobernantes efímeros y del sueño eterno de los mejores entre sus pares. (O)