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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Monopolio de la información

04 de enero de 2018

Durante el Medioevo europeo el conocimiento y la filosofía de la antigua Grecia fue escondido en abadías administradas por órdenes religiosas y además transcrito en latín, una lengua de uso oficial construida para la codificación de la información reservada, prohibida e inaccesible a los comunes. La novela del autor contemporáneo Umberto Eco (1932-2016) El nombre de la rosa, construye una imagen sobre las estrategias usadas para esconder antiguos textos escritos en griego o árabe, entre ellos la misteriosa Poética de Aristóteles que contendría los códigos sobre la risa y, por lo tanto, el libre albedrío del ser humano, al mismo tiempo que abría el camino para el pensamiento lógico, racional, crítico y materialista. Lo que estaba desde entonces en juego era el poder de la información.

Terminado el Medioevo, devino la Modernidad capitalista globalizada y predominaron en buena parte del mundo los Estados laicos. Se separó la fe de la razón y, por lo tanto, el pensamiento crítico y el conocimiento impreso en idiomas nacionales estuvieron al final a disposición de la gente por medio de las bibliotecas públicas. Hoy, en apariencia, el acceso a datos y al conocimiento es libre y gratuito, gracias, según dicen, a internet. Mas, aquello es al parecer uno de los grandes engaños del sistema: solo tenemos acceso a cierta información digital, a conveniencia de los centros de poder mundial.

Hace pocos días, el periodista Xavier Lasso entrevistó en el programa Palabra Suelta, transmitido por Ecuador TV, a Sally Burch, directora de la Agencia Latinoamericana de Información, quien habló sobre la falencia de los gobiernos progresistas latinoamericanos, que no desarrollaron “soberanía tecnológica” ni contenedores de datos digitales de escala, para preservar el conocimiento de la región. En la entrevista se reveló la mecánica del poder de la información, que promueve la generación infinita de datos y su sistematización, de manera tal que millones de obreros digitales trabajan para nutrir la “nube”.

En la trama de El nombre de la rosa, para garantizar que ni el propio custodio accediera al conocimiento, el poder colocó a un bibliotecario ciego. El tesoro más grande de la biblioteca, para los designios del poder de la información, era un libro envenenado donde estaba, supuestamente, una poética sobre lo humano. Quien abría aquel libro, moría. (O) 

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