La semana anterior, alguien se acercó a increparme por defender la nueva Ley Antimonopolio. Me dijo que por culpa de la nueva ley (y de gente como yo), se eliminarían las tarjetas de afiliación y el cliente perdería el descuento.
Después se fue vociferando algo como: “Este gobierno autoritario quiere perjudicarnos hasta en las compras”.
Esta persona tenía razón en algo. La ley propone la desaparición de la tarjeta de afiliación. El resto es desconocimiento (y leer los periódicos sin espíritu crítico). Cabe aclarar que somos el único país en la región (¿en el mundo?) donde se tiene que pagar por una tarjeta de afiliación. Puntos por originalidad. En algún momento se distorsionó la imagen de la membresía derivando en esta figura absolutamente clasista. Es ridículo que uno tenga que pagar para obtener los beneficios de una tienda. Es ridículo pagar para que te hagan un descuento. ¿Qué clase de descuento es ese? A esto se suma que la cantidad que uno paga es significativamente menor al descuento del que te haces acreedor durante el año. Eso, o son las tarjetas más comunistas del mundo, donde el que menos compra compensa al que más compra y este a su vez del que compra aún más. La realidad es que la tienda te pueda dar el descuento aun si no pagáramos la membresía (por eso nos dan el descuento).
Y lo pueden hacer porque incurren en otra práctica anticompetitiva, pero que no es sancionada dentro de la Ley Antimonopolio. Las grandes cadenas de supermercados, por ejemplo, constituyen un monopsonio (un solo o pocos consumidores para varios proveedores). Resulta más conveniente vendar 1.000 kilos de papa a “Supertiendita”, que tratar de venderlos personalmente por el mercado. “Supertiendita”, entonces, puede pedir un menor precio por esas papas, descuento que es, eventualmente, trasladado al consumidor. Y no se pena en la ley porque esta práctica beneficia, en última instancia, al consumidor, a la sociedad, a usted y a mí.
Iría en contra de la ley si “Supertiendita” decidiera comprar únicamente a un proveedor (no por ser mejor ni por dar mejor precio) sin otro afán que el de sacar a los otros del mercado. Es decir, injustificadamente, como lo plantea la ley. Como lo plantean todas las leyes antimonopolio del mundo. Todas.
Y los ejemplos continúan (y continuarán), una para cada barbaridad que se escucha en los medios, en las calles, en la especulación de barrio. Mitos que han sido iniciados muchas veces por abogados, doctos en jurisprudencia, que leen la ley, pero no estudian la ley. Y, además, les dan una columna para escribir. Pero esos son los riesgos que estamos dispuestos a correr por la libertad de expresión.