El mundo aún no se redime de la misoginia, que resulta ser el prejuicio más antiguo que el hombre logró construir y que ha evolucionado por los siglos de los siglos. Sujeta y moldeada siempre al poder político, religioso y social, la misoginia tiene un soporte ideológico que reproduce desprecio y dominación hacia las mujeres, tratándolas como objeto sexual, reproductivo y administradora doméstica.
Provoca desprecio y miedo aquello que la naturaleza presenta primigeniamente distinto y se percibe esta diferencia como amenaza, de ahí la necesidad de dominación. La evolución nos hizo hembra y macho, con distinta anatomía, pero moralmente iguales en derechos. Imprescindibles los dos a la hora de garantizar la vida humana. Visto así, la mujer viene a ser “lo otro”, que no es “el”, un ser humano, con quien el hombre está obligado a relacionarse. La mujer es aquello que no se puede excluir, obviamente ahí radica la raíz del conflicto, conexo a la obligada convivencia entre hombres y mujeres, tiene aspectos biológicos, sexuales, psicológicos, sociales, económicos y políticos. Convivencia que lleva implícita la lucha por el poder y control de un grupo humano sobre otro y ha ido desarrollando sistemas de pensamiento y modelos de organización social, como el patriarcado, que impone poder, jerarquía y propiedad del varón en la sociedad y tiene como sustento ideológico a la misoginia.
La misoginia vive infiltrada en la cotidianidad de las instituciones sociales y de la familia patriarcal, es reproducida por la mayoría de los medios de comunicación y de educación, y por todas las instituciones religiosas que le dan un sentido tradicional y muy común, adherido a la vida misma de todas y de todos; confunde y no resulta fácil su visualización, cuando se manifiesta en el comportamiento protector, proveedor y reproductor de un hombre cualquiera que reclama una mujer débil, tonta y cariñosa. Se encubre como abuso laboral en la discriminación profesional a una mujer, se finge solo como la ira de un déspota, cuando en el insulto, lo primero que asoma es la madre; se evidencia en la cultura popular como el rap y otras expresiones que difunden mensajes agresivos contra la mujer.
Todo aquello es misoginia pura, que llama a la violencia de género. También violento y retorcido es el poder que las religiones aportan a la misoginia, al instituir la dualidad que nos ubica en los extremos, cuando la religión exalta a la mujer como virgen y la sataniza como provocadora, califica como un pecado la concepción, pero asimismo llama a una mujer madre de Dios; responsabiliza a la mujer de todos los males del hombre, pero también de parir a aquel quien lo salvará de esos males. Todo con el perverso afán de deshumanizarla y despojarla de sus derechos y autonomía.
En pleno siglo XXI, en África todavía hay víctimas de mutilación genital femenina y matrimonios obligados; en algunos países del Medio Oriente la mujer aparece con vestimentas similares a la burka, y se observa segregación sexual. El feminicidio aumenta en Centroamérica; y en otros países de América, incluido el nuestro, crecen los porcentajes de mujeres que son víctimas de violencia familiar. Estos son algunos aspectos de un mismo fenómeno: el odio a la mujer, por el solo hecho de ser mujer, se llama misoginia y es la ideología del patriarcado que se encuentra inmersa en nuestra cultura. Tal vez inconscientemente aportamos a reforzarla.
La humanidad no puede seguir tolerando este prejuicio. Las diferencias naturales entre hombres y mujeres no justifican la desigualdad de los derechos. La igualdad es un valor moral, que no acepta la restricción ni el juzgamiento de los derechos y libertades por las características propias de un determinado grupo. La misoginia solo se sustenta en el odio. No tiene base legal, moral, filosófica ni científica que la apoye. Es solo una construcción de horror y violencia, que debemos erradicar para siempre. Destruirla es tarea de todas y de todos.