El pasado 2 de agosto, en Nueva York, delegados de los 193 países miembros de la Organización de las Naciones Unidas terminaron de redactar el borrador de lo que será la agenda post-2015. Este documento, el cual se firmará definitivamente en la Cumbre Especial para el Desarrollo Sostenible, entre el 25 y el 27 de septiembre, culmina con una batería de 17 Objetivos.
Destacan: eliminar la pobreza extrema, terminar con el hambre y mejorar la nutrición, garantizar vidas saludables, lograr la igualdad de género, reducir la desigualdad dentro y entre países, o combatir el cambio climático, entre otros. Estas metas -cada una con sus indicadores- bien podrían agruparse en tres macrodesafíos: el hambre y la promoción de la salud, las desigualdades e injusticias y la crisis ecológica.
Esta nueva agenda se construye sobre la experiencia y resultados de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), fijados en septiembre del año 2000. Aquellos 8 objetivos, que eran algo más generales, se encuentran presentes, de alguna u otra manera, en esta nueva serie. Por ejemplo, en la meta sobre la salud de esta nueva agenda se incluyen los ODM 4, 5 y 6, los que se ocupaban de la mortalidad infantil, la salud materna y el VIH, respectivamente. Que los ODM estén contenidos en esta nueva agenda revela su incumplimiento, sea parcial o total… ¿un fracaso?
La División de Estadística del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas, desde el año 2005, ha venido elaborando un informe anual en el que evaluaba los diferentes indicadores de los ODM.
En su esperada última edición, al cumplirse el quindenio, se realizó un balance general. Ya en su prólogo, Ban Ki-Moon, secretario General de las Naciones Unidas, concluía: «los ODM ayudaron a que más de mil millones de personas escaparan de la pobreza extrema, a combatir el hambre, a facilitar que más niñas asistieran a la escuela como nunca antes, y a proteger nuestro planeta […] pero, a pesar de los notables logros, soy profundamente consciente de que las desigualdades persisten y de que el progreso ha sido desigual». El informe se acompañó de una esclarecedora tabla que muestra, en colores, el progreso logrado en la consecución de la meta y, en letras, los niveles de desarrollo a fecha junio de 2015. En algunas zonas, aunque los indicadores hayan mostrado avances significativos, el nivel de desarrollo aún es deficiente… todavía queda mucho trabajo por hacer (por ejemplo, en relación al hambre -primer objetivo de la vieja agenda y segundo de la nueva- que todavía no se ha erradicado).
El informe El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo 2015 expuso que la cantidad de personas subalimentadas se redujo en 216 millones, pero que aún hay 795 millones de personas que pasan hambre. Asimismo, en el momento en que se desarrolló dicho estudio, solo 72 países de los 129 que eran objeto de seguimiento habían logrado reducir a la mitad el porcentaje de personas -y eso que el aumento demográfico, de alguna forma, ayuda a este indicador, pues hace que el porcentaje de personas hambrientas disminuya mientras la cantidad nominal sigue creciendo-.
En otra parte del informe final de los ODM, el Secretario de Naciones Unidas explicaba: «las experiencias y las pruebas de los esfuerzos para alcanzar los ODM han demostrado que sabemos qué hacer. Pero para lograr mayores progresos necesitaremos una voluntad política inquebrantable y un esfuerzo colectivo a largo plazo». Es decir, se sabe qué hacer, se sabe cómo hacerlo, pero no está claro que, verdaderamente, se quiera hacer.
El compromiso de los países poderosos -los que cargan con mayor responsabilidad (colonialismo y deuda ecológica) y, a su vez, los que cuentan con más recursos para liderar un cambio positivo- es muchas veces endeble y así ha quedado demostrado en las últimas décadas. Además, algunos expertos, como Jan Vandemoortele, economista considerado uno de los padres de los ODM, denuncian que persiste una actitud paternalista de los países del norte y que la agenda es global pero no universal; que, como dice el refrán, se mira la paja en el ojo ajeno (pobreza extrema) y no la viga en el propio (desigualdades).
Sin embargo, hay algunos pocos motivos para pensar que esto puede estar cambiando. El presidente Obama acaba de presentar un programa, denominado Plan de Energía Limpia, con el que buscará reducir las emisiones de carbono de las centrales termoeléctricas en un 32 % para 2030. Según Obama, se trata del «paso más importante que haya dado EE.UU. en la lucha contra el calentamiento global» -el tiempo dirá si la iniciativa puede seguir adelante o si la lucha de poderes norteamericana la obstaculiza-.
Existe una suerte de proceso global de toma de conciencia. Y, en esto, mucho ha tenido que ver el liderazgo del Papa Francisco, no solamente por su revolucionaria encíclica, en la que directamente critica la débil reacción de los líderes y organizaciones internacionales ante la crisis ecológica, sino también por sus innumerables discursos. Del hambre global, en concreto, se ocupó en el discurso inaugural de la 39ª Conferencia de la FAO. Y sobre la desigualdad se ha pronunciado en varias ocasiones, a veces de forma directa y espontánea y otras con más profundidad, como en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, cuando hizo un llamamiento a decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad».
En septiembre, Francisco hablará ante la ONU antes de que comience la cumbre que fijará la agenda post-2015. Podemos imaginar que en su discurso, seguramente emotivo pero incómodo, exhortará a los líderes internacionales a comprometerse con los nuevos objetivos.
Pero, ¿vale la pena insistir con objetivos a largo plazo? ¿Qué nos hace pensar que estos objetivos serán los definitivos? ¿Proyectarse en 2030 cuando el hambre, las desigualdades y la crisis climática son problemas actuales?
La urgencia del presente no tiene que desplazar la necesidad de pensar un futuro. Hoy vivimos gobernados por el presente: «el corto plazo ha reemplazado al largo plazo y ha convertido la instantaneidad en ideal último. La modernidad fluida […] disuelve, denigra y devalúa su duración», dice Zygmunt Bauman en Modernidad Líquida.
Es necesario, pues, que recuperemos el futuro si queremos recuperar la ilusión ciudadana. Necesitamos volver a pensarlo, a imaginarlo, a construirlo. Los objetivos, aunque lejanos, nos invitan a seguir, a realizar mayores esfuerzos. El reto del futuro: su promesa, su horizonte, su trayecto, su desafío… es una poderosa energía movilizadora.
Conscientes, sí; críticos y exigentes, también. Pero no pesimistas. Necesitamos creer y comprometernos, todos, con estos nuevos objetivos. Y mejor si son tildados de ambiciosos, de utópicos… porque como alguna vez dijo Eduardo Galeano: «la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar». (O)