Las gestas históricas constituyen parte de nuestra identidad, nos dan ese algo diferencial que nos vuelve más conscientes de nuestra pertenencia a algo, a lo que muchas veces se llama nación, que constituye la esencia de los países, por ello es tan importante hacer una pausa y recordar lo ocurrido, celebrar los acontecimientos en los que se ponen de relieve esos sentidos de amor, pertenencia y permanencia.
La batalla del Pichincha, que consolida la independencia largamente acariciada por los habitantes de lo que ahora conocemos como Ecuador, es uno de esos hechos, tiene relevancia por la presencia de figuras como las del Mariscal Antonio José de Sucre, una de las más señeras y limpias personalidades de la independencia de América. Pero también por la participación de un pueblo fervoroso, de las mujeres que llevan los bastimentos y están presentes en cada paso que dan los hombres por la liberación de los territorios, del poderío colonial español.
Cada hito histórico se construye también con simbologías, como la que fue aportada por el héroe niños Abdón Calderón, cuya figura se ha intentado desmitificar, pero que no deja de tener importancia en el imaginario popular, que sintetiza en él, la valentía, el arrojo, el no cejar en el empeño, características distintivas del territorio en el que nace el héroe y que se ponen de manifiesto hasta los actuales momentos.
La estrategia que consolida el triunfo tiene ingentes cantidades de sacrificio, de esfuerzos hasta la extenuación al remontar la montaña, al hacerlo en las penumbras de la noche para aparecer y dar un golpe sorpresivo que juega a favor de las tropas libertarias, enfrentadas a las realistas que tienen más hombres y más armas.
Lo que se consolida en Pichincha son las ansias de libertad, la dimensión de unos sueños, el comienzo de nuevas jornadas que lleven a los seres humanos que habitan este territorio, a la consecución de espacios en los que puedan ser protagonistas de su propio destino.