Una de las características de las nuevas generaciones, no sé si necesariamente la de los millennials, son sus hábitos alimenticios. Cada vez es más común encontrarnos con jóvenes que se identifican como vegetarianos o veganos. Debo decir que, a ratos, más que un fenómeno de identidad positiva, se convierte en un acto de juicio moral categórico absoluto que les permite ubicarse en un sitial de superioridad ética frente aquellos que no comparten sus principios ni las prácticas.
El carnivorismo o vegetarianismo es un problema antiguo. Muy conocida es aquella reflexión de Plutarco acerca del consumo de carne. Que, aun siendo carnívoro, favorece las virtudes del vegetarianismo como el que practicaba su antecesor el filósofo Pitágoras.
Más allá de que este, es un verdadero problema de nutrición, cuidado del medio ambiente, económico o de cualquier de las otras aristas. Este, es un dilema moral. Como todo dilema, está conformado por dos posiciones contrarias y contradictorias. Cualquiera de las dos, supone creerse vencedora sobre la otra. Sin embargo, ninguna de las dos opciones, al final va a sentirse conforme con la solución. La duda prevalece. Incluso, el dilema podría convertirse en un trilema.
Plutarco, por ejemplo, considera que “comer carne no solo es contrario a la naturaleza de los cuerpos, sino que también por saciedad y hartura engorda y espesa las almas pues la alimentación del cuerpo afecta decisivamente a la calidad del alma”. Pese a ello, no dejó el carnívorismo. Siempre necesitó de la carne.
Quienes se inclinan por el vegetarianismo esgrimen varias razones. Quizá la principal y de impacto global es aquella de la contaminación ambiental. Quizás el gran dilema no sea otro que, cómo demostrar mi superioridad, sea por el carnivorismo o el veganismo. Quizá más valioso sea dar un mordisco al carnívoro para dominarlo y demostrar mi superioridad. Ergo, yo no amo en ti la carne… (O)