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El Telégrafo
Lucrecia Maldonado

Mi tío

30 de diciembre de 2015

Vivíamos de sobresalto en sobresalto, como todo el país. Y mi madre más que todos. Su única hermana, la más cercana en el afecto, estaba casada con un militar de alto rango. Eso significaba cosas buenas y malas.

Entre las buenas, por ejemplo, estaban los viajes y las largas estadías en Estados Unidos y otros países del mundo (aunque también podían considerarse malas por la intensidad de los llantos en el aeropuerto). Entre las malas, todo lo que conlleva ser un hombre de recta consciencia en un país inestable y caótico como fue este durante mucho tiempo (y como a muchos les gustaría que siguiera siendo). Ese hombre de recta consciencia era el general Richelieu Levoyer, mi tío político.

Hijo de una maestra ecuatoriana y de un pintor de ascendencia francesa, la infancia de mi tío no fue un modelo de estabilidad y calma, pero quizá fue eso lo que hizo de él el hombre cabal, equilibrado y bondadoso que llevo en mi memoria y en mi cariño.

Según cuentan sus compañeros de la carrera militar, siempre se destacó como un buen estudiante y más tarde como un buen profesional. En los años que siguieron a la Revolución Cubana, toda Latinoamérica sufrió diversos tipos de medidas ‘preventivas’ para que el suceso no se repitiera en ninguna parte de este subcontinente, sin importar el costo. Sangrientas dictaduras militares se esparcieron por todo el continente. Y en Ecuador, aunque no fueron tan sangrientas, sí se abrió un período de gobiernos militares e inestabilidad política que duró hasta finales de la década de los setenta. Fue entonces cuando Richelieu Levoyer, ministro de Gobierno del triunvirato que siguió al gobierno del general Guillermo Rodríguez Lara, sentó las bases para que el país regresara a un período de elecciones libres y de estabilidad política.

Sus colaboradores lo recuerdan como un hombre de ideas democráticas, de mente abierta y de gran inteligencia y ecuanimidad. En el 2014 fue condecorado por el presidente Rafael Correa, quien ante su agradecimiento, le dijo: “Nada qué agradecer, general Levoyer, es la Patria la que le tiene que agradecer a usted”.

La Patria, sí y mucho. Pero yo también. Mis recuerdos no son los de la política interna del país, sino los de una vida familiar en donde siempre estuvo presente su serenidad, su discreción, su apoyo irrestricto, su generosidad para compartir lo suyo y su apertura para aceptar las diferencias y los retos de la existencia. Como a todos, la vida lo probó y no una, sino varias veces. Pero esas pruebas dolorosas solamente fortalecieron el temple de su espíritu e hicieron ver la grandeza de su alma. De él solo conservo en la memoria momentos agradables, afabilidad, alegría ante nuestros logros, solidaridad en nuestras penas. Cariño irrestricto. Que de eso se trata ser humano, familia, compañía. Y por eso hoy, más allá de la gratitud y la dicha de haberlo conocido, se siente más aún el dolor de su irreparable ausencia. (O)

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